MUJER Y LITERATURA: ESTUDIOS DE GÉNERO Y FEMINISMO HOY

 



MUJER Y LITERATURA: ESTUDIOS DE GÉNERO Y FEMINISMO HOY

·         UC3M Senior

Septiembre 18092020
 
MUJER Y LITERATURA: ESTUDIOS DE GÉNERO Y FEMINISMO HOY

 

Prof. Dra. Montserrat Iglesias
 CRONOGRAMA:
18 DE SEPTIEMBRE:
 1.- INTRODUCCIÓN Y RECAPITULACIÓN.
25 DE SEPTIEMBRE:
2.- EL FEMINISMO NORTEAMERICANO. LA CRÍTICA DE LAS IMÁGENES DE LA MUJER LECTURA: Virginia Woolf, Una habitación propia (selección en fotocopia. Capítulos 3 y 4)
EL FEMINISMO NORTEAMERICANO
 
Virginia Woolf
 Una habitación propia
CAPÍTULO 3
Me decepcionaba no haber vuelto a casa por la noche con alguna afirmación importante, algún hecho auténtico. Las mujeres son más pobres que los hombres por esto o aquello. Quizás ahora valdría más renunciar a ir en busca de la verdad y recibir en la cabeza una avalancha de opiniones caliente como la lava y descolorida como el agua de lavar platos. Sería mejor correr las cortinas, dejar afuera todas las distracciones, encender la lámpara, limitar la búsqueda y pedirle al historiador, que no registra opiniones, sino hechos, que describiera las condiciones en que habían vivido las mujeres, no en todas las épocas pasadas, sino en Inglaterra en el tiempo de Isabel I, pongamos. Realmente, es un eterno misterio el por qué ninguna mujer escribió una palabra de aquella literatura extraordinaria cuando un hombre de cada dos, parece, tenía disposición para la canción o el soneto. ¿En qué condiciones vivían las mujeres?, me pregunté; porque la novela, es decir, la obra de imaginación, no cae al suelo como un guijarro, como quizás ocurra con la ciencia. La obra de imaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad, leve, muy levemente quizá, pero está atada a ella por las cuatro puntas. A veces la atadura es apenas perceptible; las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen colgar, completas, por sí solas. Pero al estirar la tela por un lado, engancharla por una punta, rasgarla por en medio, uno se acuerda de que estas telas de araña no las hilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos que sufren y están ligadas a cosas groseramente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos. Fui, pues, al estante donde guardaba los libros de Historia y cogí uno de los más recientes, la Historia de Inglaterra del profesor Trevelyan. Una vez más busqué Mujeres en el índice, encontré «posición de» y abrí el libro en la página indicada. «El pegar a su mujer —leí— era un derecho reconocido del hombre y lo practicaban sin avergonzarse tanto las clases altas como las bajas... De igual modo —seguía diciendo el historiador— la hija que se negaba a casarse con el caballero que sus padres habían elegido para ella» se exponía a que la Virginia Woolf Una habitación propia 33 encerraran bajo llave, le pegaran y la zarandearan por la habitación, sin que la opinión pública se escandalizara. El matrimonio no era una cuestión de afecto personal, sino de avaricia familiar, en particular entre las clases altas de «caballeros»... El noviazgo a menudo se formalizaba cuando ambas partes se hallaban en la cuna y la boda se celebraba cuando apenas habían dejado sus niñeras. Esto ocurría en 1470, poco después del tiempo de Chaucer. La referencia siguiente es sobre la posición de las mujeres unos doscientos años más tarde, en la época de los Estuardo. «Seguían siendo excepción las mujeres de la clase alta o media que elegían a sus propios maridos, y cuando el marido había sido asignado, era el amo y señor, cuando menos dentro de lo que permitían la ley y la costumbre.» «A pesar de ello —concluye el profesor Trevelyan—, ni las mujeres de las obras de Shakespeare, ni las mencionadas en las Memorias auténticas del siglo diecisiete como las Verneys y las Hutchinsons, parecen carecer de personalidad o carácter.» Desde luego, si nos paramos a pensarlo, sin duda Cleopatra sabía ir sola; Lady Macbeth, se siente uno inclinado a suponer, tenía una voluntad propia; Rosalinda, concluye uno, debió de ser una muchacha atractiva. El profesor Trevelyan no dice más que la verdad cuando observa que las mujeres de las obras de Shakespeare no parecen carecer de personalidad ni de carácter. No siendo historiador, quizá podría uno ir un poco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre los dramaturgos; luego, entre los prosistas, Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Los nombres acuden en tropel a mi mente y no evocan mujeres que «carecían de personalidad o carácter». En realidad, si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos.10 Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad, como 10 «Sigue constituyendo un hecho extraño y casi inexplicable que en la ciudad de Atenas, donde las mujeres llevaban una vida casi tan recluida como en Oriente, de odaliscas o esclavas, el teatro haya producido personajes como Clitemnestra y Casandra, Atosa y Antígona, Fedra y Medea y todas las demás heroínas que dominan todas las obras del "misógino" Eurípides. Pero la paradoja de ese mundo, donde en la vida real una mujer respetable casi no podía mostrarse por la calle y en cambio en las tablas la mujer igualaba o incluso sobrepasaba al hombre, nunca ha sido explicada de modo satisfactorio. En las tragedias modernas encontramos la misma predominancia. En todo caso, basta un estudio muy rápido de la obra de Shakespeare (también es el caso de Webster, aunque no el de Marlowe o Jonson) para advertir que persiste esta predominancia desde Rosalinda hasta Lady Macbeth. Lo mismo ocurre con el teatro de Racine; seis de sus tragedias llevan el nombre de sus heroínas; y ¿qué personajes masculinos de su teatro podemos comparar con Hermiona, Andrómaca, Berenice, Roxana, Fedra y Atalía? Igual pasa con Ibsen; ¿qué hombres podemos poner al lado de Solveig y Nora, Hedda e Hilda Wangel y Rebecca West?» F. L. Lucas, Tragedy, págs. 114-115. Virginia Woolf Una habitación propia 34 señala el profesor Trevelyan, la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación. De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de la imaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmente insignificante. Reina en la poesía de punta a punta de libro; en la Historia casi no aparece. En la literatura domina la vida de reyes y conquistadores; de hecho, era la esclava de cualquier joven cuyos padres le ponían a la fuerza un anillo en el dedo. Algunas de las palabras más inspiradas, de los pensamientos más profundos salen en la literatura de sus labios; en la vida real, sabía apenas leer, apenas escribir y era propiedad de su marido. Era desde luego un monstruo extraño lo que resultaba de la lectura de los historiadores primero y de los poetas después: un gusano con alas de águila, el espíritu de la vida y la belleza en una cocina cortando sebo. Pero estos monstruos, por mucho que diviertan la imaginación, carecen de existencia real. Lo que debe hacerse para que la mujer cobre vida es pensar al mismo tiempo en términos poéticos y prosaicos, sin perder de vista los hechos —la mujer es Mrs. Martin, de treinta y seis años, va vestida de azul, lleva un sombrero negro y zapatos marrones—, pero sin perder de vista la literatura tampoco —la mujer es un recipiente donde fluyen y relampaguean perpetuamente toda clase de espíritus y fuerzas. Sin embargo, si se aplica este método a la mujer de la época de Isabel I, una rama de la iluminación falla; le detiene a uno la escasez de conocimientos. No se sabe nada detallado, nada estrictamente verdadero y sólido sobre ella. La Historia escasamente la menciona. Y de nuevo acudí al profesor Trevelyan para ver qué entendía él por Historia. Leyendo los títulos de los capítulos, vi que entendía: «El Tribunal del Señorío y los Métodos de Cultivo en Campo Abierto... Los Cistercienses y la Cría de Corderos... Las Cruzadas... La Universidad... La Cámara de los Comunes... La Guerra de los Cien Años... Las Guerras de las Rosas... Los Humanistas del Renacimiento... La Disolución de los Monasterios... La Lucha Agraria y Religiosa... El Origen del Poder Marítimo de Inglaterra... La Armada...», etcétera. De vez en cuando se menciona a alguna mujer determinada, alguna Elizabeth o alguna Mary; una reina o una gran dama. Pero de ningún modo hubieran podido las mujeres de la clase media, sin más en su haber que inteligencia y carácter, tomar parte en los grandes movimientos que constituyen, reunidos, la visión que tiene el historiador del pasado. Tampoco la encontraremos en ninguna colección de anécdotas. Aubrey apenas la menciona. Ella apenas habla de su propia vida y raramente escribe un Diario; no existen más que un puñado de sus cartas. No dejó obras de teatro ni poemas que nos permitan juzgarla. Lo que se necesita —¿y por qué no la reúne alguna estudiante de Newham o Girton?— es una masa de información: a qué edad se casaba la mujer; cuántos hijos solía tener; cómo era su casa; si tenía o no una habitación para sí sola; si cocinaba ella misma; si era probable que tuviera una sirvienta. Todos estos hechos deben de encontrarse en alguna parte, me Virginia Woolf Una habitación propia 35 imagino, en los registros de las parroquias y los libros de cuentas; la vida de la mujer corriente de la época de Isabel I se encontraría dispersa en algún sitio, si alguien se quisiera molestar en reunir los datos y escribir un libro sobre este tema. Sería ambicioso a más no poder, pensé buscando en los estantes libros que no estaban allí, sugerir a las estudiantes de aquellos colegios famosos que reescribieran la Historia, aunque confieso que, tal como está escrita, a menudo me parece un poco rara, irreal, desequilibrada; pero ¿por qué no podrían añadir un suplemento a la Historia, dándole, por ejemplo, un nombre muy discreto para que las mujeres pudieran figurar en él sin impropiedad? Se las entrevé un instante en las vidas de los grandes hombres, desapareciendo en seguida en la distancia, escondiendo a veces, creo, un guiño, una risa, quizás una lágrima. Y, después de todo, contamos con bastantes biografías de Jane Austen; parece apenas necesario volver a estudiar la influencia de las tragedias de Joanna Baillie sobre la poesía de Edgar Allan Poe; y, en lo que a mí respecta, no me importaría que cerraran al público durante un siglo al menos las casas que habitó y visitó Mary Russel Mitford. Pero lo que encuentro deplorable, proseguí pasando de nuevo revista por los estantes, es que no se sepa nada de la mujer antes del siglo dieciocho. No dispongo en mi mente de ningún modelo al que pueda considerar bajo todos sus aspectos. Pregunto por qué las mujeres no escribían poesía en la época de Isabel I y no estoy segura de cómo las educaban; de si les enseñaban a escribir; de si tenían salitas para su uso particular; no sé cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años ni, resumiendo, lo que hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. No tenían dinero, de esto no cabe duda; según el profesor Trevelyan, las casaban, les gustara o no, antes de que dejaran sus niñeras, a los quince o dieciséis años a lo más tardar. Hubiera sido sumamente raro que una mujer hubiese escrito de pronto, pese a esta situación, las obras de Shakespeare, concluí. Y pensé en aquel anciano caballero, que ahora está muerto, pero que era un obispo, creo, y que declaró que era imposible que ninguna mujer del pasado, del presente o del porvenir tuviera el genio de Shakespeare. Escribió a los periódicos acerca de ello. También le dijo a una señora, que le pidió información, que los gatos, en realidad, no van al paraíso, aunque tienen, añadió, almas de cierta clase. ¡Cuántas cavilaciones le ahorraban a uno estos ancianos caballeros! ¡Cómo retrocedían, al acercarse ellos, las fronteras de la ignorancia! Los gatos no van al cielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare. A pesar de todo no pude dejar de pensar, mirando las obras de Shakespeare en el estante, que el obispo tenía razón cuando menos en esto: le hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare. Dejadme imaginar, puesto que los datos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos. Shakespeare, él, fue sin duda —su madre era una heredera— a la escuela secundaria, donde quizás aprendió el latín —Ovidio, Virgilio y Virginia Woolf Una habitación propia 36 Horacio— y los elementos de la gramática y la lógica. Era, es sabido, un chico indómito que cazaba conejos en vedado, quizá mató algún ciervo y tuvo que casarse, quizás algo más pronto de lo que hubiera decidido, con una mujer del vecindario que le dio un hijo un poco antes de lo debido. A raíz de esta aventura, marchó a Londres a buscar fortuna. Sentía, según parece, inclinación hacia el teatro; empezó cuidando caballos en la entrada de los artistas. Encontró muy pronto trabajo en el teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro del universo, haciendo amistad con todo el mundo, practicando su arte en las tablas, ejercitando su ingenio en las calles y hallando incluso acceso al palacio de la reina. Entretanto, su dotadísima hermana, supongamos, se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio. De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera las medias o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. Sin duda hablaban con firmeza, pero también con bondad, pues eran gente acomodada que conocía las condiciones de vida de las mujeres y querían a su hija; seguro que Judith era en realidad la niña de los ojos de su padre. Quizá garabateaba unas cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o quemarlas. Pronto, sin embargo, antes de que cumpliera veinte años, planeaban casarla con el hijo de un comerciante en lanas del vecindario. Gritó que esta boda le era odiosa y por este motivo su padre le pegó con severidad. Luego paró de reñirla. Le rogó en cambio que no le hiriera, que no le avergonzara con el motivo de esta boda. Le daría un collar o unas bonitas enaguas, dijo; y había lágrimas en sus ojos. ¿Cómo podía Judith desobedecerle? ¿Cómo podía romperle el corazón? Sólo la fuerza de su talento la empujó a ello. Hizo un paquetito con sus cosas, una noche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana de su habitación y tomó el camino de Londres. Aún no había cumplido los diecisiete años. Los pájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella. Tenía una gran facilidad, el mismo talento que su hermano, para captar la musicalidad de las palabras. Igual que él, sentía inclinación al teatro. Se colocó junto a la entrada de los artistas; quería actuar, dijo. Los hombres le rieron a la cara. El director —un hombre gordo con labios colgantes— soltó una risotada. Bramó algo sobre perritos que bailaban y mujeres que actuaban. Ninguna mujer, dijo, podía en modo alguno ser actriz. Insinuó... ya suponéis qué. Judith no pudo aprender el oficio de su elección. ¿Podía siquiera ir a cenar a una taberna o pasear por las calles a la medianoche? Sin embargo, ardía en ella el genio del arte, un genio ávido de alimentarse con abundancia del espectáculo de la vida de los hombres y las mujeres y del estudio de su modo de ser. Finalmente — pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas—, finalmente Nick Greene, el actor-director, se Virginia Woolf Una habitación propia 37 apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y —¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del «Elephant and Castle». Ésta vendría a ser, creo, la historia de una mujer que en la época de Shakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Pero por mi parte estoy de acuerdo con el difunto obispo, si es que era tal cosa: es impensable que una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre los trabajadores, los incultos, los sirvientes. No florecieron en Inglaterra entre los sajones ni entre los britanos. No florecen hoy en las clases obreras. ¿Cómo, pues, hubieran podido florecer entre las mujeres, que empezaban a trabajar, según el profesor Trevelyan, apenas fuera del cuidado de sus niñeras, que se veían forzadas a ello por sus padres y el poder de la ley y las costumbres? Sin embargo, debe de haber existido un genio de alguna clase entre las mujeres, del mismo modo que debe de haber existido en las clases obreras. De vez en cuando resplandece una Emily Brontë o un Robert Burns y revela su existencia. Pero nunca dejó su huella en el papel. Sin embargo, cuando leemos algo sobre una bruja zambullida en agua, una mujer poseída de los demonios, una sabia mujer que vendía hierbas o incluso un hombre muy notable que tenía una madre, nos hallamos, creo, sobre la pista de una novelista malograda, una poetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas por las carreteras, enloquecida por la tortura en que su don la hacía vivir. Me aventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. Según sugiere, creo, Edward Fitzgerald, fue una mujer quien compuso las baladas y las canciones folklóricas, canturreándolas a sus niños, entreteniéndose mientras hilaba o durante las largas noches de invierno. Quizás esto sea cierto, quizá sea falso —¿quién lo sabe?—, pero lo que sí me pareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón. Ninguna muchacha hubiera podido marchar a pie a Londres, colocarse junto a la entrada de los artistas y obtener a toda costa que la recibiera el actor-director sin que ello le representara una gran violencia y sin sufrir una angustia quizás irracional —pues es posible que la Virginia Woolf Una habitación propia 38 castidad sea un fetiche inventado por ciertas sociedades por algún motivo desconocido—, pero aun así inevitable. La castidad tenía entonces, sigue teniendo hoy día, una importancia religiosa en la vida de una mujer y se ha envuelto de tal modo de nervios e instintos que para liberarla y sacarla a la luz se requiere un coraje muy poco corriente. Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesen matado. De haber sobrevivido, cuanto hubiese escrito hubiese sido retorcido y deformado, al proceder de una imaginación tensa y mórbida. Y, sin duda alguna, pensé mirando los estantes en que no había ninguna obra de teatro escrita por una mujer, no hubiera firmado sus obras. Este refugio lo hubiera indudablemente buscado. Un residuo del sentido de castidad es lo que dictó la anonimidad a las mujeres hasta fecha muy tardía del siglo diecinueve. Currer Bell, George Eliot, George Sand, víctimas todas ellas de una lucha interior como revelan sus escritos, trataron sin éxito de velar su identidad tras un nombre masculino. Así honraron la convención, que el otro sexo no había implantado, pero sí liberalmente animado (la mayor gloria de una mujer es que no hablen de ella, dijo Pericles, un hombre, él, del que se habló mucho) de que la publicidad en las mujeres es detestable. La anonimidad corre por sus venas. El deseo de ir veladas todavía las posee. Ni siquiera ahora las preocupa tanto como a los hombres la salud de su fama y, hablando en general, pueden pasar cerca de una lápida funeraria o una señal de carretera sin sentir el deseo irresistible de grabar en ellos su nombre como Alf, Bert o Chas se ven forzados a hacer en obediencia a su instinto, que les murmura cuando ve pasar a una bella mujer o a un simple perro: Ce chien est à moi. Y, naturalmente, puede no ser un perro, pensé acordándome de Parliament Square, la Sieges Allee y otras avenidas; puede ser un trozo de tierra o un hombre con pelo negro y rizado. Una de las grandes ventajas del ser mujer es el poder cruzarse en la calle hasta con una hermosa negra sin desear hacer de ella una inglesa. Esta mujer, pues, nacida en el siglo dieciséis con talento para la poesía era una mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma. Todas las circunstancias de su vida, todos sus propios instintos eran contrarios al estado mental que se necesita para liberar lo que se tiene en el cerebro. Pero ¿cuál es el estado mental más propicio al acto de creación?, me pregunté. ¿Puede uno formarse una idea del estado mental que favorece y hace posible esta extraña actividad? Aquí abrí el volumen que contenía las tragedias de Shakespeare. ¿Cuál era el estado mental de Shakespeare cuando escribió, por ejemplo, El Rey Lear o Antonio y Cleopatra? Sin duda era el estado mental más favorable a la poesía en que jamás nadie se ha hallado. Pero el propio Shakespeare nunca dijo nada de su estado mental. Sólo sabemos por una feliz casualidad que «jamás tachaba un verso». De hecho, el artista nunca dijo nada de su propio estado mental hasta el siglo dieciocho. Rousseau quizá fue el primero. En todo caso, allá por el siglo diecinueve la costumbre del autoanálisis se había generalizado Virginia Woolf Una habitación propia 39 de tal modo que los hombres de letras solían describir sus estados mentales en confesiones y autobiografías. También se escribían sus vidas y después de su muerte se publicaban sus cartas. Por tanto, aunque no sepamos por qué experiencias pasó Shakespeare al escribir El Rey Lear, sí sabemos por cuáles pasó Carlyle al escribir La revolución francesa y Flaubert al escribir Madame Bovary, y qué tormentos sufrió Keats tratando de escribir poesía pese a la cercanía de la muerte y la indiferencia del mundo. Y así se da uno cuenta, gracias a esta abundantísima literatura moderna de confesión y autoanálisis, que escribir una obra genial es casi una proeza de una prodigiosa dificultad. Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace más pesadas aún de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas, ni libros de Historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere. Y así el escritor —Keats, Flaubert, Carlyle— sufre, sobre todo durante los años creadores de la juventud, toda clase de perturbaciones y desalientos. Una maldición, un grito de agonía sube de estos libros de análisis y confesión. «Grandes poetas muertos en su tormento»: ésta es la carga que lleva su canción. Si algo sale a la luz a pesar de todo, es un milagro y es probable que ni un solo libro nazca entero y sin deformidades, tal como fue concebido. Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?» En este asunto las estudiantes de psicología de Newham y Girton podrían sernos de alguna ayuda, pensé mirando de nuevo los estantes vacíos. Porque sin duda va siendo hora de que alguien mida el efecto del desaliento sobre la mente del artista, del mismo modo que he visto una compañía de productos lácteos medir el efecto de la leche corriente y de la leche de grado A sobre el cuerpo de la rata. Pusieron dos Virginia Woolf Una habitación propia 40 ratas juntas en una jaula y de las dos, una era furtiva, tímida y pequeña y la otra lustrosa, resuelta y grande. Ahora bien, ¿qué les damos de comer a las mujeres artistas?, pregunté, acordándome, me imagino, de aquella cena a base de ciruelas pasas y flan. Para contestar esta pregunta me bastó abrir el periódico de la noche y leer que Lord Birkenhead opina que... Pero, bien mirado, no me voy a molestar en copiar lo que opina Lord Birkenhead de lo que escriben las mujeres. Lo que dice el Deán Inge lo voy a dejar de lado. El especialista de Harley Street11 puede despertar si quiere los ecos de Harley Street con sus vociferaciones, no levantará un solo pelo de mi cabeza. Citaré, sin embargo, a Mr. Oscar Browning, porque Mr. Oscar Browning fue en un tiempo una gran autoridad en Cambridge y solía examinar a las estudiantes de Girton y Newham. Mr. Oscar Browning dijo, según parece, que «la impresión que le quedaba en la mente tras corregir cualquier clase de exámenes era que, dejando de lado las notas que pudiera poner, la mujer más dotada era intelectualmente inferior al hombre menos dotado». Tras decir esto, Mr. Browning volvió a sus habitaciones y —lo que sigue es lo que hace tomarle cariño y le convierte en una personalidad humana de cierta categoría y majestad— volvió, digo, a sus habitaciones y encontró a un mozo de establo acostado en su sofá: «un puro esqueleto; sus mejillas eran cavernosas y de color enfermizo, sus dientes negros y no parecía poder valerse de sus miembros... "Es Arturo —dijo Mr. Browning—, un chico realmente encantador y muy inteligente"». Siempre me parece que estos dos cuadros se completan. Y, por suerte, en esta época de biografías, los dos cuadros a menudo se completan, efectivamente, y podemos interpretar las opiniones de los grandes hombres basándonos no sólo en lo que dicen, sino también en lo que hacen. Pero si bien esto es posible ahora, semejantes opiniones salidas de los labios de gente importante cincuenta años atrás debieron de sonar terribles. Supongamos que un padre, por los mejores motivos, no deseara que su hija se marchara de casa para ser escritora, pintora o dedicarse al estudio. «Ve lo que dice Mr. Oscar Browning», hubiera dicho; y Mr. Oscar Browning no era el único; había la Saturday Review; había Mr. Greg: «la esencia de la mujer —dice Mr. Greg con énfasis— es que el hombre la mantiene y ella le sirve». Eran legión los hombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres. Y aunque su padre no le leyera en voz alta estas opiniones, cualquier chica podía leerlas por su propia cuenta; y esta lectura, aun en el siglo diecinueve, debió de mermar su vitalidad y tener un profundo efecto sobre su trabajo. Siempre estaría oyendo esta afirmación: «No puedes hacer esto, eres incapaz de lo otro», contra la que tenía que protestar, que debía refutar. Probablemente este germen no tiene ya mucho efecto en una novelista, porque ha habido mujeres novelistas de mérito. Pero para las pintoras sin duda sigue 11 Harley Street: calle londinense donde tienen su consultorio numerosos médicos especialistas de fama. Virginia Woolf Una habitación propia 41 teniendo cierta virulencia; y para las compositoras, me imagino, todavía hoy día debe de ser activo y venenoso en extremo. La compositora se halla en la situación de la actriz en la época de Shakespeare. Nick Greene, pensé recordando la historia que había inventado sobre la hermana de Shakespeare, dijo que una mujer que actuaba le hacía pensar en un perro que bailaba. Johnson repitió esta frase doscientos años más tarde refiriéndose a las mujeres que predicaban. Y aquí tenemos, dije, abriendo un libro sobre música, las mismísimas palabras usadas de nuevo en este año de gracia de 1928, aplicadas a las mujeres que tratan de escribir música. «Acerca de Mlle. Germaine Tailleferre, sólo se puede repetir la frase del Dr. Johnson acerca de las predicadoras, trasladándola a términos musicales. Señor, una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.»12 Con tal exactitud se repite la historia. Así, pues, concluí cerrando la biografía de Mr. Oscar Browning y empujando a un lado los demás libros, está bien claro que ni en el siglo diecinueve se alentaba a las mujeres a ser artistas. Al contrario, se las desairaba, insultaba, sermoneaba y exhortaba. La necesidad de hacer frente a esto, de probar la falsedad de lo otro, debe de haber puesto su mente en tensión y mermado su vitalidad. Porque aquí nos acercamos de nuevo a este interesante y oscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimiento feminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de ser él superior, este complejo que no sólo le coloca, mire uno por donde mire, a la cabeza de las artes, sino que le hace interceptar también el camino de la política, incluso cuando el riesgo que corre es infinitesimal y la peticionaria humilde y fiel. Hasta Lady Bessborough, recordé, pese a toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente y escribir a Lady Granville Leveson-Gower: «... pese a toda mi violencia en asuntos políticos y a lo mucho que charlo sobre este tema, estoy perfectamente de acuerdo con usted en que no corresponde a una mujer meterse en esto o en cualquier otro asunto serio, salvo para dar su opinión (si se la piden)». Y pasa a dar rienda suelta a su entusiasmo en un terreno donde no tropieza con ningún obstáculo, el tema importantísimo del primer discurso de Lord Granville en la Cámara de los Comunes. Es un espectáculo realmente raro, pensé. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la emancipación misma. Podría escribirse sobre ello un libro divertido si alguna estudiante de Girton o Newham reuniera ejemplos y dedujera una teoría; pero necesitaría gruesos guantes para cubrir sus manos y barras de oro solido para protegerse. Pero lo que hoy nos divierte, pensé cerrando el libro de Lady Bessborough, en un tiempo tuvo que tomarse desesperadamente en serio. Opiniones que 12 Cecil Gray, A Survey of Contemporary Music, pág. 246. Virginia Woolf Una habitación propia 42 ahora uno pega en un cuaderno titulado «kikirikú» y guarda para leerlas a selectos auditorios una noche de verano, un día arrancaron lágrimas, os lo aseguro. Muchas de vuestras abuelas, de vuestras bisabuelas, lloraron hasta saciarse. Florence Nightingale gritó de angustia.13 Además, os cuesta poco a vosotras, que habéis logrado ir a la Universidad y contáis con salitas particulares —¿o son sólo salitas-dormitorio?—, decir que el genio no debe tener en cuenta esta clase de opiniones; que el genio debe estar por encima de lo que dicen de él. Por desgracia, es precisamente a los hombres y mujeres geniales a quienes más pesa lo que dicen de ellos. Pensad en Keats. Pensad en las palabras que hizo grabar en su tumba. Pensad en Tennyson. Pensad... Pero no necesito multiplicar los ejemplos del hecho innegable, por desafortunado que sea, de que por naturaleza al artista le importa excesivamente lo que dicen de él. Siembran la literatura los naufragios de hombres a quienes importaron más de lo razonable las opiniones ajenas. Y esta susceptibilidad del artista es doblemente desafortunada, pensé, volviendo a mi encuesta original sobre el estado mental más propicio al trabajo creador, porque la mente del artista, para lograr realizar el esfuerzo prodigioso de liberar entera e intacta la obra que se halla en ella, debe ser incandescente, como la mente de Shakespeare, pensé, mirando el libro que estaba abierto en Antonio y Cleopatra. No debe haber obstáculos en ella, ningún cuerpo extraño inconsumido. Porque aunque digamos que no sabemos nada del estado mental de Shakespeare, al decir esto ya decimos algo del estado mental de Shakespeare. Si sabemos tan poco de Shakespeare —comparado con Donne, Ben Jonson o Milton— es porque nos esconde sus rencores, sus hostilidades, sus antipatías. No nos detiene ninguna «revelación» que nos recuerde al escritor. Todo deseo de protestar, predicar, pregonar un insulto, sentar una cuenta, hacer al mundo testigo de una dificultad o una queja, todo esto ha ardido en su mente y se ha consumido. Su poesía mana, pues, de él libremente, sin obstáculos. Si algún ser humano ha logrado dar expresión completa a su obra, ha sido Shakespeare. Si ha habido jamás alguna mente incandescente, que no conociera los obstáculos, pensé, mirando de nuevo los estantes, ha sido la mente de Shakespeare. 13 Véase Cassandra, por Florence Nightingale, impreso en The Cause, por R. Strachey. Virginia Woolf Una habitación propia 43
 
CAPÍTULO 4
 Encontrar en el siglo dieciséis a una mujer en este estado mental era evidentemente imposible. Basta pensar en las tumbas isabelinas, con todos aquellos niños arrodillados con las manos juntas, y en sus muertes prematuras, y ver sus casas con aquellas habitaciones oscuras y estrechas para comprender que ninguna mujer hubiera podido escribir poesía en aquellos tiempos. Pero sí cabía esperar que algo más tarde, alguna gran dama aprovechara su relativa libertad y confort para publicar alguna cosa en su nombre, arriesgándose a que la tomaran por un monstruo. Los hombres, naturalmente, no son esnobs, continué, evitando con cuidado el «feminismo acabado» de Miss Rebecca West, pero por lo general acogen con simpatía los intentos poéticos de una condesa. Ya se supone que una dama con título se vería más alentada de lo que se hubiera visto en aquella época una Miss Austen o una Miss Brontë, desconocidas de todos. Pero también cabe suponer que debieron de perturbar su mente emociones impropias como el temor o el odio y que huellas de estas perturbaciones deben de advertirse en sus poemas. Aquí tenemos a Lady Winchilsea, por ejemplo, pensé, tomando el libro de sus poemas. Nació en el año 1661; era noble tanto de cuna como por su matrimonio; no tuvo hijos; escribió poesía y basta abrir el libro de sus poemas para verla hervir de indignación acerca de la posición de las mujeres. How are we fallen! fallen by mistaken rules, And Education's more than Nature's fools; Debarred from all improvements of the mind, And to be dull expected and designed; And if someone would soar above the rest, With warmer fancy, and ambition pressed, So strong the opposing faction still appears, Virginia Woolf Una habitación propia 44 The hopes to thrive can ne'er outweigh the fears.14 Claramente, su mente dista de «haber consumido todos los obstáculos y haberse vuelto incandescente». Al contrario, toda clase de odios y motivos de queja la hostigan y la perturban. Ve a la especie humana dividida en dos bandos. Los hombres son la «facción de la oposición»; odia a los hombres y les teme porque tienen el poder de impedirle hacer lo que quiere, que es escribir. Alas! a woman that attempts the pen, Such a presumptuous creature is esteemed, The fault can by no virtue be redeemed. They tell us we mistake our sex and way; Good breeding, fashion, dancing, dressing, play, Are the accomplishments we should desire; To write, or read, or think, or to inquire, Would cloud our beauty, and exhaust our time, And interrupt the conquests of our prime, Whilst the dull manage of a servile house Is held by some our utmost art and use.15 Tiene que animarse a escribir suponiendo que lo que escribe nunca se publicará, apaciguar su espíritu con el triste canto: To some few friends, and to thy sorrows sing, For groves of laurel thou wert never meant; Be dark enough thy shades, and be thou there content.16 Y sin embargo es evidente que si hubiese podido liberar su mente del odio y del miedo y no hubiese acumulado en ella la amargura y el resentimiento, el fuego ardería con calor dentro de ella. De vez en cuando brotan palabras de poesía pura: 14 ¡Qué bajo hemos caído!, caído por reglas injustas, necias por Educación más que por Naturaleza; privadas de todos los progresos de la mente; se espera que carezcamos de interés, a ello se nos destina; y si una sobresale de las demás, con fantasía más cálida y por la ambición empujada, tan fuerte sigue siendo la facción de la oposición que las esperanzas de éxito nunca superan los temores. 15 Ay, a la mujer que prueba la pluma se la considera una criatura tan presuntuosa que ninguna virtud puede redimir su falta. Nos equivocamos de sexo, nos dicen, de modo de ser; la urbanidad, la moda, la danza, el bien vestir, los juegos son las realizaciones que nos deben gustar; escribir, leer, pensar o estudiar nublarían nuestra belleza, nos harían perder el tiempo e interrumpir las conquistas de nuestro apogeo, mientras que la aburrida administración de una casa con criados algunos la consideran nuestro máximo arte y uso. 16 Canta para algunos amigos y para tus penas, no has sido destinada a los arbustos de laurel; sean oscuras tus sombras y vive feliz en ellas. Virginia Woolf Una habitación propia 45 Nor will in fading silks compose, Faintly the inimitable rose.17 Mr. Murry las alaba con razón y Pope, se cree, recordó y se apropió de estas otras: Now the jonquille o'ercomes the feeble brain; We faint beneath the aromatic pain.18 Es una lástima tremenda que una mujer capaz de escribir así, con una mente que la naturaleza hacía vibrar y dada a la reflexión, se viera empujada a la cólera y la amargura. Pero ¿cómo hubiera podido evitarlo?, me pregunté, imaginando las burlas y las risas, las alabanzas de los aduladores, el escepticismo del poeta profesional. Debió de encerrarse en una habitación en el campo para escribir, desgarrada por la amargura y los escrúpulos, aunque su marido era la bondad en persona y su vida matrimonial una perfección. Digo «debió de», pues si se trata de encontrar datos sobre Lady Winchilsea, resulta, como de costumbre, que no se sabe casi nada de ella. Padeció terrible melancolía, cosa que nos podemos explicar al menos en parte, cuando nos cuenta cómo, presa de ella, imaginaba My lines decried, and my employment thought An useless folly or presumptuous fault.19 Esta ocupación que la gente censuraba no parece haber sido más que la inofensiva actividad de vagabundear por los campos y soñar: My hand delights to trace unusual things, And deviates from the known and common way, Nor will in fading silks compose, Faintly the inimitable rose.20 Naturalmente, si ésta era su costumbre y su felicidad, ya podía esperar que se burlarían de ella; y, en efecto, Pope o Gay parece haberla satirizado llamándola «una marisabidilla con la manía de garabatear». Según parece, ella a su vez ofendió a Gay burlándose de él. Su Trivia, dijo, mostraba que era «más apto a andar delante de una silla de manos que a viajar en una». Pero todo esto no son más que «chismorreos dudosos» y, según Mr. Murry, «sin interés». Pero 17 Y no compondré con sedas descoloridas, pálidamente, la rosa inimitable. 18 Ahora el junquillo vence el débil cerebro; nos desmayamos bajo el aromático dolor. 19 Mis versos desacreditados y mi ocupación considerada una locura inútil o una presunción culpable. 20 Mi mano se deleita en trazar cosas inusuales y se aparta del camino conocido y común y no compondré con sedas descoloridas, pálidamente, la rosa inimitable. Virginia Woolf Una habitación propia 46 en lo segundo no estoy de acuerdo con él, pues a mí me hubiera gustado poder leer todavía más chismorreos dudosos para obtener o forjarme una imagen de esta melancólica dama que se deleitaba vagabundeando por los campos y pensando en cosas inusuales y que de modo tan tajante e insensato desdeñó «la aburrida administración de una casa con criados». Pero no supo concentrarse, dice Mr. Murry. Invadieron su talento las malas hierbas y lo cercaron los rosales silvestres. No tuvo ocasión de manifestarse como el don notable, distinguido que era. Y así, poniendo de nuevo su libro en el estante, me volví hacia aquella otra dama, la duquesa que Lamb amó, la vivaz, caprichosa Margaret of Newcastle, mayor que ella, pero de su tiempo. Eran muy distintas, pero hay entre ellas puntos de semejanza: ambas eran nobles, ninguna de las dos tuvo hijos y ambas contaban con excelentes maridos. En ambas ardió la misma pasión por la poesía y cuanto ambas escribieron está deformado y desfigurado por las mismas causas. Abrid el libro de la duquesa y hallaréis la misma explosión de cólera: «Las mujeres viven como Murciélagos o Búhos, trabajan como Bestias y mueren como Gusanos...» También Margaret hubiera podido ser una poetisa; en nuestros tiempos toda aquella actividad hubiera hecho girar una rueda de alguna clase. En los suyos, ¿qué hubiera podido constreñir, amaestrar, o civilizar para uso humano aquella inteligencia indómita, generosa, sin guía? Brotó desordenadamente, en torrentes de rima y prosa, de poesía y filosofía, hoy congelados en cuartillas y folios que nadie lee. Le hubieran tenido que poner un microscopio en la mano. Le hubieran tenido que enseñar a mirar las estrellas y razonar científicamente. La soledad y la libertad le hicieron perder la razón. Nadie la controló. Nadie la instruyó. Los profesores la adulaban. En la Corte se burlaban de ella. Sir Egerton Brydges se quejaba de su tosquedad, «impropia de una hembra de alto rango educada en la Corte». Se encerró sola en Welbeck. ¡Qué espectáculo de soledad y rebelión ofrece el pensamiento de Margaret Cavendish! Parece como si un pepino gigante hubiera invadido las rosas y los claveles del jardín y los hubiera ahogado. Es una lástima que la mujer que escribió: «Las mujeres mejor educadas son aquellas cuya mente es más refinada» perdiera el tiempo garabateando tonterías y hundiéndose cada vez más en la oscuridad y la locura, hasta el punto que la gente se agrupaba alrededor de su carroza cuando salía. Naturalmente, la loca duquesa se convirtió en el coco con que se asustaba a las chicas inteligentes. Por ejemplo, recordé, volviendo a poner a la duquesa en el estante y abriendo las cartas de Dorothy Osborne, aquí estaba Dorothy escribiendo a Temple sobre un nuevo libro de la duquesa. «No cabe duda de que la pobre mujer está un poco trastornada, si no, no caería en la ridiculez de aventurarse a escribir libros, y en verso además. Aunque me pasara semanas sin dormir no llegaría yo a hacer tal cosa.» Y así, puesto que las mujeres sensatas y modestas no podían escribir libros, Dorothy, que era sensible y melancólica, el polo opuesto de la duquesa en Virginia Woolf Una habitación propia 47 temperamento, no escribió nada. Las cartas no contaban. Una mujer podía escribir cartas sentada a la cabecera de su padre enfermo. Podía escribirlas junto al fuego mientras los hombres charlaban sin estorbarles. Lo extraño, pensé hojeando las cartas de Dorothy, es el talento que tenía esta muchacha inculta y solitaria para componer frases, evocar escenas. Escuchadla: «Después de comer nos sentamos y charlamos hasta que se toca el tema de Mr. B y entonces me voy. Las horas calurosas las paso leyendo o trabajando, y allá a las seis o las siete salgo a pasear por unos prados que hay junto a la casa y donde muchas mozuelas que guardan corderos y vacas se sientan a la sombra a cantar baladas. Voy hacia ellas y comparo su voz y su belleza con las de las antiguas pastoras sobre las que he leído cosas y encuentro una gran diferencia, pero creo sinceramente que éstas son tan inocentes como pudieron serlo aquéllas. Hablo con ellas y me entero de que para ser las muchachas más felices del mundo sólo necesitan saber que lo son. Muy a menudo, mientras conversamos, una de ellas mira a su alrededor y ve que sus vacas se meten en el campo de trigo y todas ellas echan a correr como si tuvieran alas en los talones. Yo, que no soy tan ágil, me quedo atrás y cuando las veo llevar su ganado a casa, pienso que va siendo hora de retirarme también. Después de cenar me voy al jardín o al borde de un riachuelo que pasa cerca y allí me siento y deseo que estés conmigo...» Juraría que había en ella tela de escritora. Pero «aunque se pasara dos semanas sin dormir no llegaría ella a hacer tal cosa». El que una mujer con mucho talento para la pluma hubiera llegado a convencerse de que escribir un libro era una ridiculez y hasta una señal de perturbación mental, permite medir la oposición que flotaba en el aire a la idea de que una mujer escribiera. Y así llegamos, proseguí, volviendo a colocar en el estante las cartas de Dorothy Osborne, a Aphra Behn. Y con Mrs. Behn doblamos una vuelta muy importante del camino. Dejamos atrás, encerradas en sus parques, en medio de sus cuartillas, a estas grandes damas solitarias que escribieron sin auditorio ni crítica, para su propio deleite. Llegamos a la ciudad y nos mezclamos en las calles con la gente corriente. Mrs. Behn era una mujer de la clase media con todas las virtudes plebeyas de humor, vitalidad y coraje, una mujer obligada por la muerte de su marido y algunos infortunios personales a ganarse la vida con su ingenio. Tuvo que trabajar con los hombres en pie de igualdad. Logró, trabajando mucho, ganar bastante para vivir. Este hecho sobrepasa en importancia cuanto escribió, hasta su espléndido «Mil mártires he hecho» o «Sentado estaba el amor en fantástico triunfo», porque de entonces data la libertad de la mente, o mejor dicho, la posibilidad de que, con el tiempo, la mente llegue a ser libre de escribir lo que quiera. Porque ahora que Aphra Behn lo había hecho, las jóvenes podían ir y decir a sus padres: «No necesitáis darme dinero, puedo ganarlo con mi pluma.» Naturalmente, durante años, la respuesta fue: «Sí, llevando la vida de Aphra Behn. ¡Mejor la muerte!» Y la puerta se cerraba más de prisa que nunca. Virginia Woolf Una habitación propia 48 Este tema de interés profundo, el valor que le dan los hombres a la castidad femenina y su efecto sobre la educación de las mujeres, se ofrece aquí a la discusión y sin duda podría ser la base de un libro interesante si a alguna estudiante de Girton o Newham le interesara la empresa. Lady Dudley, sentada cubierta de diamantes entre los mosquitos de un páramo escocés, podría figurar en la portada. Lord Dudley, dijo The Times el otro día cuando murió Lady Dudley, «hombre de gustos refinados y realizador de importantes obras, era benevolente y generoso, pero caprichosamente despótico. Insistía en que su mujer vistiera siempre traje largo, hasta en el pabellón de caza más escondido de los Highlands; la cubrió de hermosas joyas», etcétera, «le dio cuanto quiso, salvo el menor grado de responsabilidad». Luego Lord Dudley tuvo un ataque y ella le cuidó y de ahí en adelante administró sus propiedades con suprema competencia. Pero volvamos a lo que nos ocupa. Aphra Behn probó que era posible ganar dinero escribiendo, mediante el sacrificio quizá de algunas cualidades agradables; y así, poco a poco, el escribir dejó de ser señal de locura y perturbación mental y adquirió importancia práctica. Podía morirse el marido o algún desastre podía sobrecoger a la familia. Al ir avanzando el siglo dieciocho, cientos de mujeres se pusieron a aumentar sus alfileres o a ayudar a sus familias apuradas haciendo traducciones o escribiendo innumerables novelas malas que no han llegado siquiera a incluirse en los libros de texto, pero que todavía pueden encontrarse en los puestos de libros de lance de Charing Cross Road. La extrema actividad mental que se produjo entre las mujeres a finales del siglo dieciocho —las charlas y reuniones, los ensayos sobre Shakespeare, la traducción de los clásicos— se basaba en el sólido hecho de que las mujeres podían ganar dinero escribiendo. El dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado. Quizá seguía estando de moda burlarse de las «marisabidillas con la manía de garabatear», pero no se podía negar que podían poner dinero en su monedero. Así, pues, a finales del siglo dieciocho se produjo un cambio que yo, si volviera a escribir la Historia, trataría más extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas. La mujer de la clase media empezó a escribir. Porque si Orgullo y prejuicio tiene alguna importancia, si Middlemarch y Cumbres borrascosas tienen alguna importancia, entonces tiene más importancia que lo que es posible demostrar en un discurso de una hora el hecho de que las mujeres en general, no sólo la aristócrata solitaria encerrada en su casa de campo, se pusieran a escribir. Sin estas predecesoras, ni Jane Austen, ni las Brontë, ni George Eliot hubieran podido escribir, del mismo modo que Shakespeare no hubiera podido escribir sin Marlowe, ni Marlowe sin Chaucer, ni Chaucer sin aquellos poetas olvidados que pavimentaron el camino y domaron el salvajismo natural de la lengua. Porque las obras maestras no son realizaciones individuales y solitarias; son el resultado de muchos años de pensamiento común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia de la masa. Jane Austen hubiera debido colocar una corona sobre la Virginia Woolf Una habitación propia 49 tumba de Fanny Burney, y George Eliot rendir homenaje a la robusta sombra de Eliza Carter, la valiente anciana que ató una campana a la cabecera de su cama para poder despertarse temprano y estudiar griego. Todas las mujeres juntas deberían echar flores sobre la tumba de Aphra Behn, que se encuentra, escandalosa pero justamente, en Westminster Abbey, porque fue ella quien conquistó para ellas el derecho de decir lo que les parezca. Es gracias a ella — pese a su fama algo dudosa y su inclinación al amor— que no resulta del todo absurdo que yo os diga esta tarde: «Ganad quinientas libras al año con vuestra inteligencia.» Llegamos pues a los comienzos del siglo diecinueve. Y por primera vez hallé estantes enteros de libros escritos por mujeres. Pero ¿por qué eran todos, salvo muy pocas excepciones, novelas?, no pude dejar de preguntarme, recorriéndolos con los ojos. El impulso original era hacia la poesía. El «jefe supremo de la canción» era una poetisa. Tanto en Francia como en Inglaterra las poetisas preceden a las novelistas. Además, pensé, mirando los cuatro nombres famosos, ¿qué tenía George Eliot en común con Emily Brontë? ¿No es acaso sabido que Charlotte Brontë no entendió en absoluto a Jane Austen? Salvo por el hecho, sin duda importante, de que ninguna de ellas tuvo hijos, no hubieran podido reunirse en una habitación cuatro personajes más incongruentes, hasta el punto que siente uno la tentación de inventar una reunión y un diálogo entre ellas. Sin embargo, alguna fuerza extraña las empujó a todas, cuando escribieron, a escribir novelas. ¿Tenía esto algo que ver con ser de la clase media, me pregunté, y con el hecho, que Miss Davies debía demostrar tan brillantemente algo más tarde, de que a principios del siglo diecinueve las familias de la clase media no contaban más que con una sola sala de estar, común a todos los miembros de la familia? Una mujer que escribía tenía que hacerlo en la sala de estar común. Y, como lamentó con tanta vehemencia Miss Nightingale, «las mujeres nunca disponían de media hora... que pudieran llamar suya». Siempre las interrumpían. De todos modos, debió de ser más fácil escribir prosa o novelas en tales condiciones que poemas o una obra de teatro. Requiere menos concentración. Jane Austen escribió así hasta el final de sus días. «Que pudiera realizar todo esto, escribe su sobrino en sus memorias, es sorprendente, pues no contaba con un despacho propio donde retirarse y la mayor parte de su trabajo debió de hacerlo en la sala de estar común, expuesta a toda clase de interrupciones. Siempre tuvo buen cuidado de que no sospecharan sus ocupaciones los criados, ni las visitas, ni nadie ajeno a su círculo familiar.»21 Jane Austen escondía sus manuscritos o los cubría con un secante. Por otro lado, toda la formación literaria con que contaba una mujer a principios del siglo diecinueve era práctica en la observación del carácter y el análisis de las emociones. Durante siglos habían educado su sensibilidad las 21 Memoir of Jane Austen, por su sobrino, James Edward Austen-Leigh Virginia Woolf Una habitación propia 50 influencias de la sala de estar. Los sentimientos de las personas se grababan en su mente, las relaciones entre ellas siempre estaban ante sus ojos. Por tanto, cuando la mujer de la clase media se puso a escribir, naturalmente escribió novelas, aunque, según se advierte fácilmente, dos de las cuatro mujeres famosas que hemos nombrado no eran novelistas por naturaleza. Emily Brontë hubiera debido escribir teatro poético y el sobrante de energía de la amplia mente de George Eliot hubiera debido emplearse, una vez gastado el impulso creador, en obras históricas o biográficas. Sin embargo, estas cuatro mujeres escribieron novelas; podría irse más lejos aún, dije, tomando en el estante Orgullo y prejuicio, y sostener que escribieron buenas novelas. Sin alardear ni tratar de herir al sexo opuesto, puede decirse que Orgullo y prejuicio es un buen libro. En todo caso, a uno no le hubiera avergonzado que le sorprendieran escribiendo Orgullo y prejuicio. No obstante, Jane Austen se alegraba de que chirriara el gozne de la puerta para poder esconder su manuscrito antes de que entrara nadie. A los ojos de Jane Austen había algo vergonzoso en el hecho de escribir Orgullo y prejuicio. Y, me pregunto, ¿hubiera sido Orgullo y prejuicio una novela mejor si a Jane Austen no le hubiera parecido necesario esconder su manuscrito para que no lo vieran las visitas? Leí una página o dos para ver, pero no pude encontrar señal alguna de que las circunstancias en que escribió el libro hubieran afectado en absoluto su trabajo. Éste es, quizás, el mayor milagro de todos. Había, alrededor del año 1880, una mujer que escribía sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones. Así es como escribió Shakespeare, pensé mirando Antonio y Cleopatra; y cuando la gente compara a Shakespeare y a Jane Austen, quizá quiere decir que las mentes de ambos habían quemado todos los obstáculos; y por este motivo no conocemos a Jane Austen ni conocemos a Shakespeare, y por este motivo Jane Austen está presente en cada palabra que escribe y Shakespeare también. Si Jane Austen sufrió en algún modo por culpa de las circunstancias, fue de la estrechez de la vida que le impusieron. Una mujer no podía entonces ir sola por las calles. Nunca viajó; nunca cruzó Londres en ómnibus ni almorzó sola en una tienda. Pero quizá por carácter Jane Austen no solía desear lo que no tenía. Su talento y su modo de vida se acoplaron perfectamente. Pero dudo de que éste fuera el caso de Charlotte Brontë, dije abriendo Jane Eyre y posándolo al lado de Orgullo y prejuicio. Lo abrí en el capítulo doce y detuvo mi mirada la frase: «Quien quiera censurarme que lo haga.» ¿Qué le reprochaban a Charlotte Brontë?, me pregunté. Y leí que Jane Eyre solía subir al tejado cuando Mrs. Fairfax estaba haciendo jaleas y miraba por encima de los campos hacia las lejanías. Y entonces suspiraba —y esto es lo que le reprochaban. Entonces suspiraba por tener un poder de visión que sobrepasara aquellos límites; que alcanzara el mundo activo, las ciudades, las regiones llenas de vida de las que había oído hablar, pero que nunca había visto; deseaba más experiencia Virginia Woolf Una habitación propia 51 práctica de la que poseía; más contacto con la gente de mi especie, trato con una variedad de caracteres mayor de la que se hallaba allí a mi alcance. Valoraba lo que había de bueno en Mrs. Fairfax y lo que había de bueno en Adela, pero creía en la existencia de formas distintas y más vívidas de bondad y aquello en lo que creía deseaba tenerlo. ¿Quién me censura? Muchos, no cabe duda, y me llamarán descontenta. No podía evitarlo: la inquietud formaba parte de mi carácter; me agitaba a veces hasta el dolor... Es vano decir que los humanos deberían estar satisfechos con la quietud: necesitan acción; y si no la encuentran, la fabrican. Son millones los que se hallan condenados a un destino más tranquilo que el mío y millones los que se rebelan en silencio contra su suerte. Nadie sabe cuántas rebeliones fermentan en las aglomeraciones humanas que pueblan la tierra. Se da por descontado que en general las mujeres son muy tranquilas; pero las mujeres sienten lo mismo que los hombres; necesitan ejercitar sus facultades y disponer de terreno para sus esfuerzos lo mismo que sus hermanos; sufren de las restricciones demasiado rígidas, de un estancamiento demasiado absoluto, exactamente igual que sufrirían los hombres en tales circunstancias. Y denota estrechez de miras por parte de sus semejantes más privilegiados el decir que deberían limitarse a hacer postres y hacer calcetines, a tocar el piano y bordar bolsos. Es necio condenarlas o burlarse de ellas cuando tratan de hacer algo más o aprender más cosas de las que la costumbre ha declarado necesarias para su sexo. Cuando me encontraba así sola, más de una vez oía la risa de Grace Poole... Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada? Me entretuve un momento, no pude impedírmelo, con la idea de lo que hubiera ocurrido si Charlotte Brontë hubiese tenido, pongamos, trescientas libras al año —pero la insensata vendió de una sola vez sus novelas por mil quinientas libras—, si hubiera tenido más conocimiento del mundo activo, y de las ciudades, y de las regiones llenas de vida, más experiencia práctica, si hubiera tenido contacto con gente de su tipo y tratado a una variedad de caracteres. Con estas palabras señala ella misma no sólo, exactamente, sus propios defectos de novelista, sino los de su sexo en aquella época. Sabía mejor que nadie cuantísimo se hubiese beneficiado su genio si no lo hubiese desperdiciado en contemplaciones solitarias de los campos distantes; si le hubieran sido otorgados la experiencia, el contacto con el mundo y los viajes. Virginia Woolf Una habitación propia 52 Pero no le fueron otorgados, le fueron negados; y debemos aceptar el hecho de que estas buenas novelas, Villette, Emma, Cumbres borrascosas, Middlemarch, las escribieron mujeres sin más experiencia de la vida de la que podía entrar en la casa de un respetable sacerdote; que las escribieron además en la sala de estar común de esta respetable casa y que estas mujeres eran tan pobres que no podían comprar más que unas cuantas manos de papel a la vez para escribir Cumbres borrascosas o Jane Eyre. Una de ellas, es cierto, George Eliot, escapó tras muchas tribulaciones, pero sólo a una villa apartada de St. John's Wood. Y allí se estableció, a la sombra de la desaprobación del mundo. «Deseo que quede bien claro, escribió, que nunca invitaré a venir a verme a nadie que no me pida que le invite»; porque ¿acaso no vivía en el pecado con un hombre casado y el verla no hubiera dañado la castidad de Mrs. Smith o de cualquiera a quien se le hubiera ocurrido ir a visitarla? Una debía someterse a las convenciones sociales y «apartarse de lo que se suele llamar el mundo». Al mismo tiempo, en la otra punta de Europa, un joven vivía libremente con esta gitana o aquella gran dama, iba a la guerra, recogía sin obstáculos ni críticas toda esta experiencia variada de la vida humana que tan espléndidamente debía servirle más tarde, cuando se puso a escribir sus libros. Si Tolstoi hubiese vivido encerrado en The Priory con una dama casada, «apartado de lo que se suele llamar el mundo», por edificante que hubiera sido la lección moral, difícilmente, pensé, hubiera podido escribir Guerra y paz. Pero quizá podríamos profundizar un poco la cuestión de escribir novelas y del efecto del sexo sobre el novelista. Si cerramos los ojos y pensamos en la novela en conjunto, se nos aparece como una visión de la vida en un espejo, aunque, naturalmente, con innumerables simplificaciones y deformaciones. En todo caso, es una estructura que imprime una forma en el ojo de la mente, una forma construida, ora con cuadrados, ora en forma de pagoda, ora con alas y arcos, ora sólidamente compacta y con un domo como la catedral de Santa Sofía de Constantinopla. Esta forma, pensé, recordando algunas novelas famosas, suscita en nosotros el tipo de emoción que le es adecuada. Pero esta emoción en seguida se funde con otras, pues la «forma» no se basa en la relación entre piedra y piedra, sino en la relación entre seres humanos. Una novela suscita pues en nosotros una serie de emociones antagónicas y opuestas. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. De ahí la dificultad de llegar a acuerdo alguno sobre las novelas y la influencia inmensa que nuestros prejuicios personales tienen sobre nosotros. Por un lado, sentimos que Tú —Juan, el héroe— debes vivir o caeré en la desesperación más honda. Por otro lado sentimos que, pobre Juan, debes morir, pues la forma del libro lo requiere. La vida se halla en conflicto con algo que no es la vida. Por tanto, ya que en parte es la vida, como la vida lo juzgamos. Jaime es la clase de hombre que más odio, dice uno. O, esto es un fárrago absurdo, nunca podría sentir algo parecido yo mismo. Toda la estructura, es evidente, si se piensa en las novelas famosas, es de una complejidad infinita, porque está hecha de muchos juicios, muchas Virginia Woolf Una habitación propia 53 distintas clases de emoción. Lo sorprendente es que un libro así compuesto se aguante en pie más de un año o dos, o le diga al lector inglés lo que le dice al lector ruso o chino. Pero algunos se aguantan de modo notable. Y lo que los aguanta en pie, en estos raros casos de supervivencia (pensaba en Guerra y paz), es algo que llamamos integridad, aunque no tiene nada que ver con el pagar las facturas o el comportarse honorablemente en una emergencia. Lo que entendemos por integridad, en el caso de un novelista, es la convicción que experimentamos de que nos dice la verdad. Sí, piensa uno, nunca hubiera creído que esto pudiera ser cierto, nunca he conocido a gente que se comportara así, pero me ha convencido usted de que la hay, de que así ocurren las cosas. Mientras leemos, ponemos cada frase, cada escena bajo la luz, pues la Naturaleza, cosa muy curiosa, parece habernos dotado de una luz interior que nos permite juzgar la integridad o la falta de integridad del novelista. O, mejor dicho, quizá la Naturaleza, en su humor más irracional, ha trazado con tinta invisible en las paredes de la mente un presentimiento que estos grandes artistas confirman; un esbozo que basta acercar al fuego del genio para que se vuelva visible. Cuando lo exponemos al fuego y lo vemos cobrar vida, exclamamos extasiados: «¡Pero si esto es lo que siempre he sentido, y sabido, y deseado!» Y uno rebosa excitación y cerrando el libro con una especie de reverencia como si fuera algo muy precioso, un refugio al que podrá recurrir mientras viva, vuelve a ponerlo en el estante, dije, tomando Guerra y paz y volviendo a ponerlo en su sitio. Si, por el contrario, estas pobres frases que escogemos y sometemos a la prueba suscitan primero una reacción rápida y ávida con su brillante colorido y sus gestos vivos, pero luego se paran, como si algo detuviera su desarrollo; o si lo único que vemos es un garabateo impreciso en un rincón y un borrón en otro y nada aparece entero e intacto, suspiramos defraudados y decimos: otro fracaso. Esta novela falla en algún sitio. Y la mayoría de las novelas, naturalmente, fallan en algún sitio. La imaginación vacila bajo la enorme presión. La percepción se nubla; deja de distinguir entre lo verdadero y lo falso; no tiene fuerzas para proseguir la enorme tarea, que en todo momento requiere el uso de tan diversas facultades. Pero ¿de qué modo puede afectar todo esto el sexo del novelista?, me pregunté, mirando Jane Eyre y los demás libros. ¿Puede el sexo del novelista influir en su integridad, esta integridad que considero la columna vertebral del escritor? Ahora bien, en los fragmentos de Jane Eyre que he citado se ve claramente que la cólera empañaba la integridad de Charlotte Brontë novelista. Abandonó la historia, a la que debía toda su devoción, para atender una queja personal. Se acordó de que la habían privado de la parte de experiencia que le correspondía, de que la habían hecho estancarse en una rectoría remendando medias cuando ella hubiera querido andar libre por el mundo. La indignación hizo desviar su imaginación y la sentimos desviarse. Pero muchas otras influencias aparte de la cólera tiraban de su imaginación y la apartaban de su sendero. La ignorancia, por ejemplo. El retrato de Rochester está trazado a ciegas. Sentimos en él la Virginia Woolf Una habitación propia 54 influencia del temor; del mismo modo que percibimos constantemente en la obra de Charlotte Brontë una acidez, resultado de la opresión, un sufrimiento enterrado que late bajo la pasión, un rencor que contrae aquellos libros, por espléndidos que sean, con un espasmo de dolor. Y puesto que las novelas tienen esta analogía con la vida real, sus valores son hasta cierto punto los de la vida real. Pero muy a menudo, es evidente, los valores de las mujeres difieren de los que ha implantado el otro sexo; es natural que sea así. No obstante, son los valores masculinos los que prevalecen. Hablando crudamente, el fútbol y el deporte son «importantes»; la adoración de la moda, la compra de vestidos, «triviales». Y estos valores son inevitablemente transferidos de la vida real a la literatura. Este libro es importante, el crítico da por descontado, porque trata de la guerra. Este otro es insignificante porque trata de los sentimientos de mujeres sentadas en un salón. Una escena que transcurre en un campo de batalla es más importante que una que transcurre en una tienda. En todos los terrenos y con mucha más sutileza persiste la diferencia de valores. Por tanto, toda la estructura de las novelas de principios del siglo diecinueve escritas por mujeres la trazó una mente algo apartada de la línea recta, una mente que tuvo que alterar su clara visión en deferencia a una autoridad externa. Basta hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para adivinar que el autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines conciliadores. Admitía que era «sólo una mujer» o protestaba que «valía tanto como un hombre». Según su temperamento, reaccionaba ante la crítica con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No importa cuál; estaba pensando en algo que no era la obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que se hallaban desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de lance londinenses. Las había podrido este defecto que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión ajena. Pero debió de serles imposible a las mujeres no oscilar hacia la derecha o la izquierda. Qué genio, qué integridad debieron de necesitar, frente a tantas críticas, en medio de aquella sociedad puramente patriarcal, para aferrarse, sin apocarse, a la cosa tal como la veían. Sólo lo hicieron Jane Austen y Emily Brontë. Esto añade una pluma, quizá la mejor, a su tocado. Escriben como escriben las mujeres, no como escriben los hombres. De todos los miles de mujeres que escribieron novelas en aquella época, sólo ellas desoyeron por completo la perpetua amonestación del eterno pedagogo: escribe esto, piensa lo otro. Sólo ellas fueron sordas a aquella voz persistente, ora quejosa, ora condescendiente, ora dominante, ora ofendida, ora chocada, ora furiosa, ora avuncular, aquella voz que no puede dejar en paz a las mujeres, que tiene que meterse con ellas, como una institutriz demasiado escrupulosa, conjurándolas, como Sir Egerton Brydges, de que sean refinadas, mezclando hasta en la crítica Virginia Woolf Una habitación propia 55 poética la crítica sexual,22 invitándolas, si quieren ser buenas y generosas y ganar, supongo, un premio reluciente, a no sobrepasar ciertos límites que al caballero en cuestión le parecían adecuados: «... Las mujeres novelistas deberían sólo aspirar a la excelencia reconociendo valientemente las limitaciones de su sexo.»23 Esto resume el asunto, y si os digo ahora, lo que sin duda os sorprenderá, que esta frase no fue escrita en agosto de 1828 sino en agosto de 1928, estaréis de acuerdo conmigo en que, por deliciosa que ahora nos parezca, no deja de representar un sector de la opinión —no voy a remover viejas aguas, me limito a recoger lo que se ha venido flotando casualmente hasta mis pies— que era mucho más vigoroso y ruidoso hace un siglo. En 1828 una joven hubiera tenido que ser muy valiente para no prestar atención a estos desdenes, estas repulsas y estas promesas. Hubiera tenido que ser un elemento algo rebelde para decirse a sí misma: Oh, pero no podéis comprar hasta la literatura. La literatura está abierta a todos. No te permitiré, por más bedel que seas, que me apartes de la hierba. Cierra con llave tus bibliotecas, si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente. Pero fuese cual fuese el efecto del desaliento y de la crítica sobre su obra — y creo que debió de ser muy grande—, tenía poca importancia junto a la otra dificultad con que tropezaban (sigo pensando en las novelistas de principios del siglo diecinueve) cuando se decidían a transcribir al papel sus pensamientos, la de que no tenían tras de sí ninguna tradición o una tradición tan corta y parcial que les era de poca ayuda. Porque, si somos mujeres, nuestro contacto con el pasado se hace a través de nuestras madres. Es inútil que acudamos a los grandes escritores varones en busca de ayuda, por más que acudamos a ellos en busca de deleite. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey —cualquiera— nunca han ayudado hasta ahora a una mujer, aunque es posible que le hayan enseñado algunos trucos que ella ha adoptado para su uso. El peso, el paso, la zancada de la mente masculina son demasiado distintos de los de la suya para que pueda recoger nada sólido de sus enseñanzas. El mono queda demasiado lejos para ser de alguna ayuda. Quizá lo primero que descubrió la mujer al coger la pluma es que no existía ninguna frase común lista para su uso. Todos los grandes novelistas como Thackeray, Dickens y Balzac han escrito una prosa natural, rápida sin ser descuidada, expresiva sin ser afectada, adoptando su propio matiz sin dejar de ser propiedad común. La basaron en la frase que era corriente en su tiempo. La frase corriente a principios del siglo diecinueve venía a ser, diría, algo así: «La grandeza de sus 22 «Tiene un objetivo metafísico, obsesión peligrosa, particularmente en una mujer, ya que las mujeres raramente poseen el saludable amor masculino a la retórica. Esta carencia sorprende en el sexo que es, en otras cosas, más primitivo y más materialista.» New Criterion, junio de 1928. 23 «Si cree usted, como quien escribe estas líneas, que las mujeres novelistas deberían sólo aspirar a la excelencia reconociendo valientemente las limitaciones de su sexo (Jane Austen [ha] demostrado que esta actitud puede adoptarse graciosamente...).» Life and Letters, agosto de 1928. Virginia Woolf Una habitación propia 56 obras era a sus ojos un argumento en favor, no de detenerse, sino de proseguir. No podía conocer mayor emoción ni satisfacción que el ejercicio de su arte y la generación inacabable de la verdad y la belleza. El éxito impulsa al esfuerzo; el hábito facilita el éxito.» Esto es una frase de hombre; detrás de ella asoman Johnson, Gibbon y todo el resto. Era una frase inadecuada para una mujer. Charlotte Brontë, pese a sus espléndidas dotes de prosista, con esta arma torpe en las manos se tambaleó y cayó. George Eliot cometió con ella atrocidades imposibles de describir. Jane Austen la miró, se rió de ella e inventó una frase perfectamente natural, bien formada, que le era adecuada, y nunca se apartó de ella. Así pues, con menos genio literario que Charlotte Brontë, logró decir muchísimo más. No cabe duda que, siendo la libertad y la plenitud de expresión parte de la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e impropiedad de los instrumentos deben de haber pesado enormemente sobre las obras femeninas. Además, los libros lio están hechos de frases colocadas unas tras otras, sino de frases construidas, valga la imagen, en arcos y domos. Y también esta forma la han instituido los hombres de acuerdo con sus propias necesidades y para sus propios usos. No hay más motivo para creer que les conviene a las mujeres la forma del poema épico o de la obra de teatro poética que para creer que les conviene la frase masculina. Pero todos los géneros literarios más antiguos ya estaban plasmados, coagulados cuando la mujer empezó a escribir. Sólo la novela era todavía lo bastante joven para ser blanda en sus manos, otro motivo quizá por el que la mujer escribió novelas. Y aun ¿quién podría afirmar que «la novela» (lo escribo entre comillas para indicar mi sentido de la impropiedad de las palabras), quién podría afirmar que esta forma más flexible que las otras sí tiene la configuración adecuada para que la use la mujer? No cabe duda que algún día, cuando la mujer disfrute del libre uso de sus miembros, le dará la configuración que desee y encontrará igualmente un vehículo, no forzosamente en verso, para expresar la poesía que lleva dentro. Porque la poesía sigue siendo la salida prohibida. Y traté de imaginar cómo escribiría hoy en día una mujer una tragedia poética en cinco actos. ¿Usaría el verso? ¿O más bien usaría la prosa? Pero éstas son preguntas difíciles que yacen en la penumbra del futuro. Debo dejarlas de lado, aunque sólo sea porque me incitan a apartarme de mi tema y adentrarme en bosques sin sendero donde me perdería y donde, muy probablemente, me devorarían las fieras. No quiero lanzarme, y estoy segura de que vosotras tampoco queréis que me lance, en este tema lúgubre, el porvenir de la novela, de modo que sólo me detendré un momento, para haceros reparar en el papel importante que, en lo que respecta a las mujeres, las condiciones físicas deberán desempeñar en este porvenir. El libro tiene que adaptarse en cierto modo al cuerpo y, hablando al azar, diría que los libros de las mujeres deberían ser más cortos, más concentrados que los de los hombres y construidos de modo que no requieran largos ratos de trabajo regular e ininterrumpido. Porque interrupciones siempre las habrá. También, los nervios Virginia Woolf Una habitación propia 57 que alimentan el cerebro parecen ser diferentes en el hombre y la mujer y si queréis que la mujer trabaje lo mejor y lo más que pueda, hay que encontrar qué trato le conviene, saber si estas horas de clase, por ejemplo, que establecieron los monjes, supongo, hace cientos de años, les convienen, cómo alternar el trabajo y el descanso, y por descanso no entiendo el no hacer nada, sino el hacer algo distinto. Y ¿cuál debería ser esta diferencia? Habría que discutir y descubrir todo esto; todo ello forma parte del tema las mujeres y la novela. Y, sin embargo, proseguí acercándome de nuevo a los estantes, ¿dónde encontraré este estudio detallado de la psicología femenina hecho por una mujer? Si porque las mujeres no pueden jugar al fútbol no les van a permitir que practiquen la medicina... Afortunadamente, mis pensamientos tomaron aquí otro rumbo.
 
2 DE OCTUBRE:
3.- LA MUJER ESCRITORA: LA LOCURA Y LO MONSTRUOSO LECTURA: Selección de poetas del siglo XIX (en fotocopia) OPCIONAL LECTURA: Emilia Pardo Bazán, Insolación, Cátedra o Austral, Madrid.
 
 
La poesía de la extremeña Carolina Coronado (1820-1911) participa de las convenciones de la literatura romántica. Entre los poemas de la serie “A las poetisas” (1846) se encuentra algunos en los que reivindica el papel de la mujer en la literatura.
LA POETISA EN UN PUEBLO
¡Ya viene, mírala! ¿Quién?
–Esa, que saca las coplas.
–Jesús, qué mujer tan rara.
–Tiene los ojos de loca.
Diga V., don Marcelino,
¿será verdad que ella sola
hace versos sin maestro?
–¡Qué locura!, no señora;
anoche nos convencimos
de que es mentira, en la boda:
si tiene esa habilidad
¿por qué no le hizo a la novia,
siendo tan amiga suya
décimas o alguna cosa?
–Una décima, es preciso
dije– el novio está empeñado:
«ustedes se han engañado
me respondió, no improviso.»
–Siendo la novia su amiga,
vamos, ¿no ha de hacerla usted?–
«Pero por Dios, si no sé,
¿no basta que yo lo diga?»
La volvimos a rogar,
se levantó hecha una pólvora,
y en fin, de que vio el empeño
se fue huyendo de la boda.
Esos versos los compone
otra cualquiera persona,
y ella luego, por lucirse,
sin duda se los apropia.
–Porque digan que es romántica.
–¡Qué mujer tan mentirosa!
–Dicen que siempre está echando
relaciones ella sola.
–Se enseñará a comedianta.
–Ya se ha sentado ¡la mona!
Más valía que aprendiera
a barrer que a decir coplas.
–Vamos a echarla de aquí.
–¿Cómo? –Riéndonos todas.
–Dile a Paula que se ría.
–Y tú a Isabel, y tú a Antonia.
Ja ja ja ja ja ja ja.
Ya mira, ya se incomoda.
Ya se levanta y se va…
¡Vaya con Dios la gran loca!
1845.
 
ROSALÍA DE CASTRO
Una sombra tristísima, indefinible y vaga
como lo incierto, siempre ante mis ojos va
tras de otra vaga sombra que sin cesar la huye,
corriendo sin cesar.
Ignoro su destino... mas no sé por qué temo
al ver su ansia mortal,
que ni han de parar nunca, ni encontrarse jamás.
 
Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,
Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,
De mí murmuran y exclaman:
Ahí va la loca soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos,
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,

Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.


Hay canas en mi cabeza, hay en los prados escarcha,

Mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,

Con la eterna primavera de la vida que se apaga

Y la perenne frescura de los campos y las almas,

Aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.


Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños,
Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?

 

9 DE OCTUBRE:

4.- TRADICIÓN LITERARIA FEMENINA Y GINOCRÍTICA LECTURA: Selección de cuentos de Emilia Pardo Bazán (en fotocopia) LECTURA: Selección de cuentos de autoras contemporáneas (en fotocopia)

Ginocritica: Estudio de la mujer escritora.

Finales de los 70 y principios de los 80

EL CANON: LO QUE DEBE PERMANECE. CERVANTES. VELÁZQUEZ.

EL DESCONOCIMIENTO DE LA TRADICIÓN LITERARIA FEMENINA Y SU REPERCUSIÓN EN LA FALTA DE AUTORIDAD SOCIAL DE LAS MUJERES Ana López-Navajas & Ángel López García-Molins Universitat de València Quaderns de Filologia. Estudis literaris.

El desconocimiento del saber femenino como causa de la falta de autoridad social de las mujeres

A lo largo del siglo XX se han producido avances hacia la igualdad entre hombres y mujeres en varios ámbitos: en el aspecto político, con el derecho al voto, en el legislativo, con el reconocimiento ante la ley como ciudadanas iguales en derechos y obligaciones a los varones, y en el educativo donde, tras las reformas educativas, son reconocidas como iguales para acceder a la formación. Sin embargo y a pesar de estos avances, en la actualidad las mujeres aún se encuentran lejos de ver reconocida su autoridad social, es decir, su legitimación social como individuos de pleno derecho y eso se convierte en uno de los más graves impedimentos para el acceso a espacios de poder ya que ese acceso va unido al reconocimiento social.

 La autoridad social –la auctoritas latina–, lo que entendemos como el saber socialmente reconocido, está unida al ejercicio del poder, la potestas. Potestas que, por lo pronto, no ostentan las mujeres. Esta falta de autoridad social está asentada en el desconocimiento que existe de las contribuciones que a lo largo de la historia han hecho las mujeres a la cultura y al desarrollo humano. Y el desconocimiento de esta tradición de saber femenino es la consecuencia de la práctica exclusión de las mujeres de los referentes sociales que conforman nuestra visión de mundo y nuestra cultura. Esta exclusión, “el hecho de que las mujeres no pasamos a lo escrito”, está ya analizada en teoría feminista (Redondo, 2001: 207) y constituye un hecho indiscutible hoy en día. Sobre todo, está ligada a la ausencia de las mujeres que se puede observar en los textos que definen nuestra tradición cultural, entre los que destacan, por su importancia, los manuales de la ESO. Esta tradición se establece, en buena medida, a través de las informaciones transmitidas en los manuales de las distintas asignaturas, que, entretejidas, construyen nuestro

 Por añadidura, la obligatoriedad de la etapa, que le proporciona una amplia influencia social, la convierte en uno de los mejores instrumentos tanto sea para difundir los referentes culturales que consideramos relevantes como los patrones que nos articulan socialmente. Esta escasa presencia de mujeres en los textos impide que sus aportaciones, sus ideas y sus propuestas se divulguen y formen parte de nuestro entramado social, pero además produce el espejismo de que ellas parecen no haber sido capaces de colaborar activamente en la gestación de la tradición cultural común. Es esto lo que asienta de forma muy firme una idea que se ha convertido en una certeza casi indiscutible y muy extendida –lo que resulta un auténtico lastre social–: el despropósito de que las mujeres no han participado de forma relevante en casi ningún aspecto del desarrollo social y cultural. Eso les otorga un papel socialmente secundario que, como dice Redondo (2001: 212), “es la consecuencia de un orden social patriarcal que ha eliminado culturalmente a la mujer y ha generado un claro vacío cultural”.

 Y no hay que olvidar que las escritoras han hecho aportaciones específicas que no se pueden obviar en nuestra tradición literaria, ya que, tal y como apunta Redondo (2001: 198) “la escritura de las mujeres españolas [...] ha incorporado el universo de los sentimientos, de los valores éticos-morales y de lo divino”. Así, el estudio de la presencia de escritoras en la historia de la literatura que presenta la ESO puede resultar significativo para conocer qué tradición literaria se estudia y qué peso tienen las mujeres en ella. Desde la literatura, a través de la selección de referentes literarios que se consideran relevantes –lo que, en este caso, llamaríamos el canon–, se proporcionan elementos sustanciales para la articulación cultural. Como señala Valcárcel (2008: 83), Tan importante es conocer como reconocer. Diré más: los procesos del reconocer forman gran parte de lo que entendemos como conocer [...] es decir, la educación en la genealogía. Por esta razón, el estudio de los modelos literarios que se transmiten en la enseñanza obligatoria –y, por tanto, se encuentran compartidos por la mayor

“Los automodelos, la autoconciencia ideal de la cultura”, según define Lotman (1998a: 128) “existen y funcionan separadamente de la cultura misma” y además “el automodelo es un poderoso medio de ‘regulación adicional’ de la cultura”. El canon es, en cierta manera, el resultado de la acción restrictiva que produce nuestro automodelo de cultura sobre la cultura misma, que discurre separadamente. Ellas forman parte de la cultura, pero no de su automodelo. Es lo que Luisa Muraro denominó ley Lina Vannucci, según la cual, las mujeres están presentes en las relaciones sociales, pero no en los códigos culturales. La “regulación adicional” de la que habla Lotman, en este caso, ocasiona la omisión sistemática de las mujeres y esto impide que formen parte de nuestras referencias culturales y sociales. Y si, como él mismo dice, la cultura es “una de las formas de memoria colectiva” (Lotman, 1998b: 154), una cultura que no reconoce las contribuciones que las mujeres han hecho y por tanto, no guarda memoria de ellas, es una cultura falseada e incompleta. El propósito de este artículo es mostrar la escasa presencia de escritoras en el canon literario de los manuales, lo que concreta la exclusión de las escritoras de nuestros referentes literarios y culturales y ocasiona el desconocimiento de esa tradición. Las repercusiones de este hecho se dejan notar tanto en el sistema educativo como en la falta de autoridad social que detentan las mujeres, así como en su dificultad para acceder a espacios de poder. A continuación, mostraremos, a través de algunos datos, la falta de reconocimiento social femenino que encontramos en la actualidad, a pesar de que existe una rica representación de escritoras en lengua española en todas las épocas. Seguidamente abordaremos el estudio del canon literario que presenta la secundaria obligatoria, a partir de los datos de los manuales de texto, para constatar la presencia y el peso que tienen las escritoras en él. Por último, expondremos las conclusiones.

2. La falta de reconocimiento social de las mujeres Cuando no se reconocen los méritos de las mujeres en la construcción común, difícilmente se les puede conceder valor social. A pesar de que hace más de tres décadas que salen más mujeres que hombres de las licenciaturas de nuestras universidades –ya en 1982-83, había un 53,7% de licenciadas e ingenieras (Sedeño: 16)– y, por tanto, contamos desde hace tiempo con un alto número de mujeres profesionalmente muy preparadas en todos los ámbitos, no hemos visto que esa capacitación haya revertido en el acceso a puestos de poder y reconocimiento. En el ámbito científico los datos nos ofrecen una recurrente gráfica en forma de tijera que muestra la trayectoria de los estudiantes, ellos y ellas, y la carrera docente. Las mujeres son más y se licencian más, pero llegan a menos puestos de responsabilidad académica (Sedeño: 14-18). En el mundo literario y cultural nos encontramos con parecida situación. Freixas (2010), ofrece interesantes datos sobre el reconocimiento de las escritoras dentro del ámbito cultural y apunta algunos de los mecanismos que se utilizan para devaluar la escritura de mujeres. En el ámbito periodístico encontramos que en las colaboraciones en periódicos su presencia es minoritaria, las obras de las escritoras aparecen menos difundidas y reseñadas y además, las críticas literarias que las comentan infunden un tono menospreciativo a la considerada “literatura femenil”: las atribuciones a lo femenino son negativas. Tal y como comenta Freixas (2010), sigue siendo norma considerar lo masculino como universal y lo femenino como particular. Si pasamos a observar los datos sobre el reconocimiento de escritoras en los premios, estos nos siguen ofreciendo cifras muy bajas (Freixas, 2010: 95- 98). También en la participación de las mujeres en las Academias, importante por lo que implica de reconocimiento social y referente de autoridad, nos encontramos igualmente con una escasa representación. Esta situación de falta de reconocimiento no solo afecta a la autoridad social de las mujeres sino también a uno de los valores más esencialmente democráticos: la meritocracia. 3. La tradición literaria femenina La tradición literaria femenina es abundante y se ha dado siempre. Los numerosos estudios que existen sobre las escritoras españolas en todas las épocas, de los que abajo indicamos algunos, avalan con consistencia la participación de las escritoras en la tradición literaria, ello sin mencionar su contribución a la crítica de esta misma tradición (Garbí, 1997, Redondo, 2001). El desconocimiento de la tradición literaria femenina... 31 El estudio que constituye un punto de referencia es el de Serrano y Sanz (1975 [1898]), donde se recopila la mayor parte de la obra literaria femenina desde el año 1401 al 1833. Después, está el trabajo de Margarita Nelken (1930). Más adelante se empiezan a diversificar los estudios de las escritoras tanto en historias de la literatura (Zavala y Díaz-Diocaretz, 1993-2000), en estudios específicos (Montejo y Baranda, 2002) o en recopilaciones de escritoras (Simón Palmer, 1991 y 2006; Baranda, 2005; Arriaga, 2005) y sus obras (Caballé, 2004; Baranda, 2005). Aparte de estos trabajos, existen también otro tipo de estudios específicos por géneros o épocas, como el de Mayoral (1990) sobre escritoras románticas o el de Martinengo (1997) sobre las trovadoras. Trabajos sobre el XX, por géneros, en narrativa está Villalba (2000) u Ordóñez (1998); en teatro, O’Connor (1997), Nieva de la Paz (1998) o la importante obra de Hormigón (1996-2000). En poesía contemporánea está el preliminar de Noni Benegas (1998) y el de Keefe (1991). Estos, entre otros muchos estudios, hacen imposible entender la literatura española sin contar con las escritoras, por lo que queremos señalar algunas de las más relevantes de cada época para dejar constancia de su presencia. A lo largo de la Edad Media y el Renacimiento debemos mencionar las trovadoras en los orígenes o Florencia Pinar en la poesía cancioneril, pero también la tradición oral de relatos y romances, en boca de mujeres anónimas y que juglaresas, cantaderas y soldaderas transmitieron a su vez. En el XV encontramos a Teresa de Cartagena, más adelante, Teresa de Ávila y su importante autobiografía, que marcó siglos de escritura femenina; Beatriz Bernal, la primera escritora de ficción con la novela de caballería Don Cristalián de España; las humanistas Luisa Sigea y Beatriz Galindo La Latina, la poesía mística de sor Teresa de Jesús María o, un poco posterior, la inquietante literatura de Luisa de Carvajal y Mendoza.

Hubo también innumerables poetas que escribieron no solo poesía religiosa, sino amorosa y hasta satírica como Catalina Clara Ramírez de Guzmán o Justa Sánchez del Castillo. Encontramos en esta época, el s. XVII también dos figuras sobresalientes: la gran sor Juana Inés de la Cruz, poeta, dramaturga y escritora, que fue una de las cimas del Barroco, y la novelista María de Zayas y Sotomayor, heredera de Boccaccio y Cervantes y sin cuyas Novelas amorosas y ejemplares no se entendería la narrativa en el Barroco. El teatro de esa época también tiene a Ana Caro Mallén. Aparte de las nombradas, muchas otras escritoras hallamos en este tiempo. En la Ilustración destaca la dramaturga de éxito María Rosa Gálvez, a la que, según Huerta (2003: 1610), hoy en día se le reconoce la importancia “no sólo como la mejor dramaturga de su siglo, sino como una autora de gran  Ana López-Navajas & Ángel López García-Molins capacidad”. Junto a ella tenemos a las ilustradas Inés Joyes y Josefa Amar y Borbón o los enardecidos versos de Margarita Hickey. En el Romanticismo destacan dos escritoras: Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Esta última, además de reconocida poeta, escribió la primera novela abolicionista española Sab, y su propuesta teatral, Baltasar, “donde el protagonista es un personaje dominado por el spleen, el mal del siglo” (Huerta, 2003: 1935), tuvo un gran reconocimiento de crítica y público. También a ella le pasó factura la autonomía con la que vivió. Hubo también dramaturgas en el siglo XIX, como la librepensadora Rosario de Acuña y su Padre Juan. En poesía hay que destacar la enorme figura de Rosalía de Castro, y en narrativa a Fernán Caballero y a la eminente literata Emilia Pardo Bazán, que tantas puertas abrió a otras escritoras. El siglo XX incorpora un cuantioso número de escritoras en todos los géneros y épocas, que no podemos abordar aquí y de las que nos es difícil seleccionar algunas. Intentaremos hacer una sucinta propuesta por géneros que necesariamente será incompleta. En narrativa, en el XX, encontramos a Carmen de Burgos Colombine, Ángeles Vicente, insólita escritora en la narrativa española de principio de siglo, Rosa Chacel, María Zambrano, Concha Espina o María Teresa León. Tras la Guerra Civil encontramos las escritoras que parecen estar más reconocidas, Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite y junto a ellas, Rosa Chacel, Elena Quiroga, Josefina Aldecoa, Ana María Moix o Concha Alós. Ya en las últimas décadas del siglo, tenemos a Esther Tusquets, Almudena Grandes, Soledad Puértolas, Laura Freixas, Adelaida García Morales, Dulce Chacón, Lourdes Ortiz, Rosa Montero, Maruja Torres, Teresa Garbí, Lucía Etxebarría, Rosa Regàs, Belén Gopegui o Marta Sanz, o a las latinoamericanas Laura Esquivel e Isabel Allende, entre otras numerosas novelistas. En poesía, cercanas a la Generación del 27, están Concha Méndez, Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcin e incluso Rosa Chacel. Tras la Guerra Civil encontramos a Julia Uceda, María Victoria Atencia, Carmen Conde, Francisca Aguirre, Ángela Figuera Aymerich y Pilar Paz Pasamar, y en las últimas décadas del siglo tenemos a Gloria Fuertes, Ana María Moix, Clara Janés, Ana Rossetti, Almudena Guzmán, Chantal Maillard, Olvido García Valdés, Juana Castro, Blanca Andreu o Ada Salas, entre otras. En teatro, en las primeras décadas del siglo, se encuentran Concha Espina, María de la O Lejárraga –cuyo seudónimo era Gregorio Martínez Sierra–, María Teresa León y Halma Angélico; posteriores a la Guerra Civil están Julia Maura, Mercedes Ballesteros, Carlota O’Neill y María Isabel Suárez de Deza, y en las últimas décadas se encuentran María Aurelia Capmany, Pilar Enciso, Maribel Lázaro, Ana Diosdado, Paloma Pedrero, Pilar Pombo, Lourdes Ortíz o Carlota Soldevila, entre otras. El desconocimiento de la tradición literaria femenina... 33 Las obras de estas escritoras resultan indispensables a la hora de comprender y valorar la literatura de cualquier periodo. 4. Análisis del canon literario que presentan los manuales de literatura de la eso Uno de los instrumentos más importantes para la difusión de nuestra visión de mundo es la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Es en esta etapa donde se reciben, de forma sistemática, los primeros referentes históricos, culturales y sociales. La obligatoriedad facilita y permite la difusión de los conocimientos y las referencias culturales a toda la sociedad, por este motivo constituye un ámbito de estudio adecuado. Con más razón cuando las edades en que se cursa la ESO resultan cruciales a la hora de crear identidades individuales y sociales. El canon literario –así como el cultural– se delimita en esta etapa. Los datos sonre la presencia de las escritoras que proponen los manuales de la ESO nos permitirán valorar qué referentes literarios ofrecen y qué peso tienen en ellos las escritoras. Para ello hemos empleado los datos de un estudio realizado por un grupo de investigación de la Universitat de València1 sobre la presencia de hombres y mujeres en los libros de texto de las 47 asignaturas que se imparten en los cuatro niveles de la ESO y en tres editoriales distintas de ámbito nacional, con el propósito de comprobar cuál es la consideración de las mujeres en el discurso que traslada la ESO a toda la ciudadanía. Los resultados que presenta este estudio son globales y afectan a todas las áreas. No obstante, para este artículo hemos trabajado con los datos referidos exclusivamente a la literatura. Antes de centrarnos en el análisis del canon literario que presenta la secundaria obligatoria, cabe señalar que la cifra general de presencia femenina en todas las asignaturas de los manuales escolares obtenida en este estudio es muy baja: un 12,8%. Este dato, por sí solo, muestra la práctica exclusión de las mujeres en la visión general de mundo que proporciona la enseñanza obligatoria. Un análisis de los datos contrastados de todas las asignaturas se puede encontrar en López-Navajas (2014). Por otro lado, comparando en retrospectiva algunos trabajos que han estudiado también la presencia femenina en los manuales (Garreta y Careaga, 1987; Subirats, 1993; Blanco, 2000), nos damos cuenta de que esta cifra apenas ha variado en 20 años. El índice de presencia tan solo ha aumentado del 10% a alrededor del 12%. 1 El proyecto de investigación “Las mujeres en los contenidos de la Educación Secundaria Obligatoria” PET2008_0293, cuyos datos se pueden consultar en la Red en http://mujeresenlaeso.uv.es. 34 Ana López-Navajas & Ángel López García-Molins Los resultados del canon literario que aquí exponemos se han extraído de los manuales escolares de la asignatura de Castellano: Lengua y Literatura, de la que se seleccionaron los bloques de Educación Literaria de 3.º y 4.º de ESO. En 3.º de ESO, se estudian los periodos que van desde la Edad Media, Renacimiento y Barroco hasta la Ilustración, es decir, desde el siglo XII hasta el XVIII. En 4.º de ESO se estudia el siglo XIX y XX. De los listados de personajes que ofrecían estos bloques temáticos, se han seleccionado los escritores y las escritoras que aparecían citados (cuando aparece solo el nombre, sin más información) o reseñados (con cualquier información además del nombre) en el texto, tanto los españoles como los extranjeros, así hemos conformado un canon español y uno general. Este último es la suma de los escritores y escritoras españoles y extranjeros que son citados o reseñados en los manuales. Se han dejado de lado a pintores, músicos, artistas u otros personajes que aparecen en los listados, pero que no tienen relación directa con la literatura. Las cifras generales del bloque de Educación Literaria de 3.º de ESO presentan un porcentaje de presencia femenina del 6%; hay 17 mujeres entre 282 hombres2 . Como vemos, bastante por debajo de la media general, que ya es un escaso 13%. Después de seleccionar de ese listado los escritores y las escritoras, hemos delimitado el canon español y el general. Las cifras se encuentran en la Tabla I. En la columna del canon español solo hemos incluido aquellos escritores y escritoras que pertenecen a las épocas estudiadas en cada curso. Los literatos españoles del XIX y XX que han aparecido en los manuales de 3.º ESO los hemos situado en la columna tercera, junto a los extranjeros, para delimitar mejor los autores y autoras pertenecientes al periodo XII-XVIII. Sí hemos incluido, sin embargo, a los escritores anteriores a los periodos estudiados, porque actúan como referencias dentro de la época. Los resultados de este periodo por lo que se refiere a las escritoras son lamentablemente bajos. El canon literario español muestra un porcentaje de literatas del 1,5%; 1 escritora entre 65 escritores, tal y como aparece en la tabla I. Si observamos el canon general, la presencia femenina apenas sube: 1,9%; 3 escritoras entre 158 escritores. 2 Por razones de espacio, no podemos adjuntar aquí la lista de escritores y escritoras. De todas formas, la lista completa de personajes, tanto de esta selección como de las otras, se puede consultar en Mujeres en la ESO, donde debemos seleccionar, en la pestada Consultas, nivel: 3º; asignatura: Castellano, bloque: Educación Literaria, y cuando aparezcan los resultados –que se pueden también discriminar por sexo–, en el espacio de personajes se marca “Mostrar lista”. Entonces aparecerá el listado global de personajes que aparecen en la literatura de 3.º ESO. De ese listado hemos seleccionado los escritores y las escritoras. El desconocimiento de la tradición literaria femenina... 35 Tabla I. Número de escritores y escritoras –españoles y extranjeros– del siglo XII al XVIII que aparecen en los manuales de literatura de 3º de ESO. La tercera columna incluye también los escritores españoles de los siglos XIX y XX que aparecen nombrados SIGLO XII-XVIII 3.º ESO canon general españoles+extranjero españoles extra+esp XIX-XX h m % m h m %m h m TOTALES 158 3 1,9% 65 1 1,5% 93 2 El resultado de las escritoras presentes en los manuales de las tres editoriales en estos periodos resulta significativo: entre los siglos XII y XVIII, durante más de 600 años, en un periodo que va desde la Edad Media hasta la Ilustración solo encontramos una única escritora y citada (con la sola mención de su nombre) entre 65 escritores: Santa Teresa de Jesús. Nadie más. No se nombra ni se cita ni una sola escritora más ni en la Edad Media, ni en el Barroco, ni en la Ilustración. Según estos datos, no existen literatas en estas épocas, ni españolas ni extranjeras. Las otras dos autoras nombradas son Virginia Wolf y Anna Frank, que además pertenecen a otra época literaria. Esta falta de escritoras es la primera idea clara que, implícitamente, retienen los estudiantes. Se presenta una literatura en la que las mujeres parecen no haber participado. En sí misma ya es contradictoria porque resulta, cuanto menos, paradójico que solo una mujer haya escrito a lo largo de 600 años, siendo que ellas han estado presentes en todo momento, sujetas a las mismas circunstancias que todos y dándoles respuesta. En 4.º ESO encontramos unas cifras de presencia femenina algo más altas. Las cifras generales del bloque de Literatura de 4.º muestran un índice de presencia femenina del 9,34%; 38 mujeres entre 265 hombres. Para poder estudiar mejor estos periodos, hemos separado el siglo XIX y el XX y los datos los ofrecemos en tablas distintas. Tabla II. Número de escritores y escritoras –españoles y extranjeros– del siglo XIX, que aparecen en los manuales de literatura de 4º de ESO S. XIX, 4.º ESO españ + extr españoles extranjeros h m % m h m %m h m TOTALES 50 4 7,4% 20 3 13% 30 1 36 Ana López-Navajas & Ángel López García-Molins El canon español de esta época ofrece un porcentaje de presencia femenina un poco más alto que los de épocas anteriores: un 13%, con 3 escritoras entre 20 escritores. Las escritoras españolas que aparecen son Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y Fernán Caballero, como referencia internacional se cita también a Mary Shelley. Esas son las cuatro escritoras que se nombran en todo el siglo XIX. El canon general presenta, como vemos, una presencia femenina menor: 7,4% de literatas; 4 escritoras entre 50 escritores. Sin embargo, el siglo XIX y más aún el XX son épocas más recientes de las cuales tenemos más información. Sería de esperar que, dado que el siglo XX ha tenido escritoras en todas épocas y géneros, su presencia fuera mayor. Sin embargo, como podemos observar en la tabla III, su presencia sigue siendo significativamente baja. Tabla III. Número de escritores y escritoras –españoles y extranjeros– del siglo XX, que aparecen en los manuales de literatura de 4º de ESO S. XX, 4.º ESO españoles+extranjeros españoles extranjeros h m % m h m %m h m TOTALES 224 24 10,7% 147 20 12% 77 4 Frente a los 224 escritores que aparecen en el canon general del siglo XX, se presentan 24 escritoras, un 10,7%. El canon español muestra un porcentaje de presencia femenina del 12%, 20 escritoras entre 147 escritores. A ello hay que añadir dos aspectos para tener en cuenta: de las 20 escritoras españolas, solo aparecen reseñadas 6: Rosa Chacel, Carmen Laforet, Ana M. Matute, Ana M. Moix, Almudena Grandes y Carlota Soldevila. Estas son las escritoras que constituyen el núcleo esencial de todo el siglo XX, según muestran los manuales. Las otras aparecen simplemente citadas. Esta señalada ausencia de escritoras en pleno siglo XX transmite un relato de la literatura amputado y pone en evidencia no solo la falta de reconocimiento de las escritoras en la literatura actual, sino también lo que parece ser un mecanismo sistemático de ocultación que, como podemos comprobar, sigue plenamente vigente. La consecuencia de esto es la ausencia de las mujeres en la narración de la Contemporaneidad. A las mujeres y a las escritoras en concreto, esta exclusión las hace parecer advenedizas, ya que ni se reconocen sus contribuciones ni el orden simbólico de donde parten. De este modo, quedan sin modelos y sin tradición donde anclarse, “Con gran parte de la historia propia hurtada, sentimos confusamente El desconocimiento de la tradición literaria femenina... 37 que no somos herederas legítimas de ese mundo” (Valcárcel, 2008, 83). Esto las excluye de nuestras referencias culturales y epistemológicas y las sitúa en una precaria posición social. Ver reconocidas las contribuciones de las escritoras en la literatura significaría para ellas estar presentes en la creación del conocimiento y en la determinación de los rasgos culturales que configuran una visión de mundo. Esto garantizaría su pertenencia a la tradición literaria y su influencia cultural, lo que reconocería su peso social. Por eso, la escasa presencia de escritoras que hemos podido constatar en los datos de los manuales escolares tiene importantes implicaciones culturales y sociales 5. Conclusiones La falta de reconocimiento social y cultural de las mujeres, como hemos comprobado con los datos que ofrecen Freixas (2010) y Pérez Sedeño, muestra que, a pesar de su preparación, las mujeres siguen teniendo, en la actualidad, dificultades para acceder a espacios de poder. Esta falta de autoridad social se alimenta del desconocimiento de las contribuciones femeninas a la cultura y la historia y también, de la falta de consciencia que existe sobre la deuda colectiva que tenemos todos con estas contribuciones. Este desconocimiento es consecuencia de la exclusión de las mujeres del relato y los textos de referencia, aquellos que transmiten unos modelos sociales y culturales, como los manuales de la ESO, que determinan una visión de mundo donde las mujeres no están presentes. Así lo confirman los resultados generales del análisis, con un 12,8 % de presencia de mujeres en los libros de texto de la ESO. Esta exclusión no solo atenta contra las mujeres sino contra uno de los valores principales de la democracia: la meritocracia. En el caso de la literatura, a la escasa presencia general de escritoras en los manuales de la ESO, sobre el 7%, se le añade el que aparezca una sola escritora en 600 años de literatura o no encontremos poetas o dramaturgas en todo el siglo XX. La baja presencia de escritoras en el relato de la Contemporaneidad revela cuán activo y vigente se encuentra aún este mecanismo de discriminación y concreta con datos esta exclusión de las escritoras en los textos, además de poner en evidencia la ocultación sistemática de la tradición literaria femenina. Todo ello indica, además, una grave carencia en el sistema educativo: por un lado, su falta de rigor académico al transmitir una historia falseada y por otro, su responsabilidad en la perpetuación de las desigualdades. Sin embargo, es el propio sistema educativo quien también nos brinda una posibilidad de intervención para conseguir revertir esta situación. 38 Ana López-Navajas & Ángel López García-Molins Esta práctica exclusión de las escritoras en la literatura nos aboca al desconocimiento de las contribuciones femeninas –en definitiva, a la ignorancia de nuestras propias letras–, deja sin tradición a las mujeres, que se encuentran desprovistas de modelos, y nos sume en la falsedad de creer que apenas han existido escritoras. Esto les otorga un papel secundario que mina su autoridad. De esta forma, el desconocimiento de ese saber, el no guardar memoria de las contribuciones femeninas en la cultura es el instrumento que consigue socavar la autoridad social de las mujeres e impedirles el acceso a espacios de poder. Como señala Amelia Valcárcel (2008: 84), Al ocultar esta historia o al presentarla como anecdótica no se hace otra cosa que intentar la pervivencia de las explicaciones patriarcales en sus versiones áulicas. Es un deber para con la verdad deconstruir tales versiones y es un imperativo pragmático hacerlo para acabar con la inseguridad a la que se condena a las mujeres en el ámbito de lo público. Así pues, conseguir revertir esa visión de mundo androcentrista sería un auténtico logro social. Que la tradición de saber femenino forme parte de los referentes culturales comunes legitima socialmente a las mujeres como individuos de pleno derecho porque el reconocimiento de esa tradición las devuelve a la memoria colectiva, las recupera para la tradición cultural y les proporciona autoridad social. La autoridad social que es necesaria para acceder al ejercicio de poder. El primer paso para recuperar y restaurar la tradición cultural de las mujeres es conocerla y divulgarla y para ello, la enseñanza secundaria es un instrumento esencial. Los cambios que en ella se instituyen repercuten en toda la sociedad y, con ello, contribuyen a la restitución de la autoridad social de las mujeres. En esta línea, un grupo de la Universitat de València está desarrollando una base de datos que permita incorporar las mujeres que faltan a los contenidos de la secundaria. El objetivo es presentar un modelo metodológico y práctico de adecuación de los contenidos de la Educación Secundaria Obligatoria en el que la participación de las mujeres sea visible. Esta revisión de contenidos debería extenderse también a los estudios universitarios y a la historia que contamos.

 

GINOCRÍTICA

 INTRODUCCION A UNA NUEVA PERSPECTIVA LITERARIA QUE CONTEMPLA EL PUNTO DE VISTA DE LA MUJER EN LA CRITICA Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA. LA INCLUSION DEL SEXO COMO FACTORDETERMINANTE DE LA HISTORIA LITERARIA INTRODUCE NUEVAS CONCLUSIONES Y PUNTOS DE VISTA QUE CUESTIONAN GRAN PARTE DE LOS PARAMETROS CRITICOS CONSIDERADOS EN MUCHAS OCASIONES COMO INAMOVIBLES. EL SEXO CONTEMPLADO EN CUANTO GENERO MODIFICA LOS JUICIOS CONSIDERADOS COMO UNIVERSALES Y LOS SITUA EN UNA PERSPECTIVA ENN LA QUE LA LITERATURA APARECE COMO UN REGISTRO DE OPCIONES.

16 DE OCTUBRE:

5.- EL FEMINISMO FRANCÉS. LA NOCIÓN DE DISCURSO. GÉNERO, SEXUALIDAD Y SEXO

 HISTORIA DEL MOVIMIENTO FEMINISTA

La primera ola.

El feminismo ilustrado y la Revolución Francesa En un pensamiento políticamente ilustrado, el feminismo es un discurso de la igualdad que articula la polémica en torno a esta categoría política. Amelia Valcárcel afirma que el feminismo tiene su nacimiento en la Ilustración porque como resultado de la polémica ilustrada sobre la igualdad y diferencia entre los sexos, nace un nuevo discurso crítico que utiliza las categorías universales de su filosofía política, pero de ello no cabe deducir que la Ilustración sea feminista.

La Revolución Francesa (1789) planteó como objetivo central la consecución de la igualdad jurídica y de las libertades y derechos políticos, pero pronto surgió la gran contradicción que marcó la lucha del primer feminismo: las libertades, los derechos y la igualdad jurídica que habían sido las grandes conquistas de las revoluciones liberales no afectaron a la mujer. En la Revolución Francesa la voz de las mujeres empezó a expresarse de manera colectiva. Entre los ilustrados franceses que elaboraron el programa ideológico de la revolución destaca la figura de Condorcet, quien en su obra Bosquejo de una tabla histórica de los progresos del Espíritu Humano (1743) reclamó el reconocimiento del papel social de la mujer. En este contexto, Mary Wollstonecraft (Inglaterra) escribe la obra Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792) en la que hace un alegato contra la exclusión de las mujeres del campo de bienes y derechos que diseña la teoría política rousseauniana. Esta obra se convierte en el primer clásico del feminismo en sentido estricto.

Para Wollstonecraft, la clave para superar la subordinación femenina era el acceso a la educaciónLas mujeres educadas podrían además desarrollar su independencia económica accediendo a actividades remuneradas. Sin embargo, Wollstonecraft no dio importancia a las reivindicaciones políticas y no hizo referencia al derecho de voto femenino. La Vindicación solamente logró traspasar sus ideas a pequeños círculos intelectuales. Tampoco tuvo mucho más eco la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, redactada por Olimpia de Gouges (1791). Olimpia de Gouges denunciaba que la revolución había olvidado a las mujeres en su proyecto igualitario y liberador. Sus demandas eran libertad, igualdad y derechos políticos, especialmente el derecho al voto, para las mujeres.

El Código Civil napoleónico (1804), que recogió los avances sociales de la revolución, negó a las mujeres los derechos civiles reconocidos para los hombres e impuso leyes discriminatorias como definir al hogar ámbito exclusivo de las mujeres. Se instituyó un derecho civil homogéneo en el cual las mujeres eran consideradas menores de edad; esto es, hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso hijos. Se fijaron delitos específicos como el adulterio o el aborto. De otra parte, la institucionalización del currículo educativo también excluía a las mujeres de los tramos educativos medios y superiores. Aunque en la Revolución Francesa las mujeres tomaron clara conciencia de colectivo oprimido, ésta supuso una derrota para el feminismo y las mujeres que tuvieron relevancia en la participación política compartieron el mismo final: la guillotina o el exilio. La República no estaba dispuesta a reconocer otra función a las mujeres que la que no fuera de madres y esposas (de los ciudadanos).

 Por ello, los objetivos principales del sufragismo fueron el logro del voto y la entrada en las instituciones de alta educación.

La segunda ola.

El feminismo liberal sufragista La misoginia romántica Las conceptualizaciones de Rousseau que tenían como fin reargumentar la exclusión tomaron fuerza y fueron filósofos como Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzche los que lideraron esta filosofía. El primero en abordar la reconceptualización de los sexos fue Hegel, que en la Fenomenología del Espíritu explicó que el destino de las mujeres era la familia y el de los varones el Estado y además éste no podía contradecirse. Schopenhauer añadió que el sexo masculino encarna el espíritu, mientras que la naturaleza es el sexo femenino y que la continuidad en la naturaleza es la característica fundamental en la naturaleza. Esto es, lo femenino es una estrategia de la naturaleza para producir ser. La misoginia romántica se utilizó contra la segunda ola del feminismo, el sufragismo. El sufragismo En Estados Unidos las mujeres lucharon por la independencia de su país junto a los hombres y posteriormente se unieron a la causa de los esclavos. Cada vez en mayor medida las mujeres empezaron a ocuparse de cuestiones políticas y sociales. En el Congreso Antiesclavista Mundial celebrado en Londres en 1840, el Congreso rehusó reconocer como delegadas a cuatro mujeres y en 1848 en una convención se aprobó la Declaración de Séneca Falls, uno de los textos básicos del sufragismo americano. La declaración consta de doce decisiones e incluye dos grandes apartados: de un lado, las exigencias para alcanzar la ciudadanía civil para las mujeres y de otro los principios que deben modificar las costumbres y la moral. El sufragismo tenía dos objetivos: el derecho al voto y los derechos educativos y ambos marcharon a la par apoyándose mutuamente. El costoso acceso a la educación tenía relación directa con los derechos políticos ya que a medida que la formación de algunas mujeres avanzaba, se hacía más difícil negar el derecho al voto. El movimiento sufragista era de carácter interclasista ya que consideraban que todas las mujeres sufrían en cuanto mujeres, independientemente de su clase social, discriminaciones semejantes. El movimiento sufragista en Inglaterra surgió en 1951 e intentaron seguir procedimientos democráticos en la consecución de sus objetivos durante casi cuarenta años. Las sufragistas inglesas consiguieron tener como aliado a John Stuart Mill, que presentó la primera petición a favor del voto femenino en el Parlamento y fue una referencia para pensar la ciudadanía no excluyente. Mill sitúa en el centro del debate feminista la consecución del derecho de voto para la mujer: la solución de la cuestión femenina pasaba por la eliminación de toda traba legislativa discriminatoria. Una vez suprimida estas restricciones, las mujeres superarían su subordinación y lograrían su emancipación. Hubo que pasar la Primera Guerra Mundial y llegar el año 1928 para que las mujeres inglesas pudiesen votar en igualdad de condiciones. En 1903, las sufragistas cambiaron de estrategia y pasaron a la lucha directa. Interrumpieron los discursos de los ministros, fueron encarceladas, recurrieron a la huelga de hambre y realizaron actos terroristas contra diversos edificios públicos. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, los varones fueron llevados al frente y las mujeres sostuvieron la economía fabril, la industria bélica y gran parte de la administración pública. En tales circunstancias, nadie pudo oponerse a las demandas de las sufragistas, el Rey Jorge V amnistió a todas ellas y en 1917 fue aprobada la ley de sufragio femenino. En el Estado español el feminismo llegó más tarde. Instaurada la república en 1914, se aprueba el artículo 34 de la Constitución, que reconoce el derecho de las mujeres al voto. En 1920 existían varias asociaciones feministas de diferente signo y sus temas prioritarios eran la educación de las mujeres, la reforma del Código y el derecho al voto. Hacia los años 30 la mayoría de las naciones desarrolladas habían reconocido el derecho al voto femenino, salvo Suiza, que no lo aceptó hasta 1970. El objetivo principal de las sufragistas se había logrado y el feminismo pareció entrar en fase de recesión. Las feministas de esta primera época plantearon también el derecho al libre acceso a los estudios superiores y a todas las profesiones, la igualdad de derechos civiles, compartir la patria potestad de los hijos, denunciaban que el marido fuera el administrador de los bienes conyugales, pedían igual salario para igual trabajo. Todos estos objetivos se centraron en el derecho al voto, que parecía la llave para conseguir los demás. Las feministas del siglo XIX y principios del XX pusieron énfasis en los aspectos igualitarios y en el respeto a los valores democráticos. Era un movimiento basado en los principios liberales. El socialismo marxista A mediados del siglo XIX comenzó a imponerse en el movimiento obrero el socialismo de inspiración marxista. El marxismo abordó la “cuestión femenina” y ofreció una explicación a la opresión de las mujeres: el origen de su subordinación no estaría en causas biológicas, sino sociales. En consecuencia, su emancipación vendría por su independencia económica. Además, el socialismo insistía en las diferencias que separaban a las mujeres de las distintas clases sociales y así aunque apoyaban las demandas de las sufragistas, también las acusaban de olvidar la situación de las proletarias. Por otro lado, a las mujeres socialistas se les presentaba la contradicción de que aún suscribiendo la tesis de que la emancipación de las mujeres era imposible en el capitalismo, eran conscientes de que para la dirección del partido la “cuestión femenina” no era central ni prioritaria. La Mística de la feminidad Tras la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos y los medios de comunicación de masas se comprometieron en un doble objetivo: alejar a las mujeres de los empleos obtenidos durante el periodo bélico devolviéndolas al hogar y diversificar la producción fabril. Las mujeres debían encontrar en el papel de ama de casa un destino confortable y no salir a competir al mercado laboral. Pero la mística de la feminidad estaba produciendo graves trastornos en la población femenina sobre la que se ejercía. Inmediatamente antes de esta maniobra, se había producido una obra fundamental para el feminismo, El segundo sexo de Simone de Beauvoir (1949): La obra de Beauvoir no se sabe si considerarla un colofón del sufragismo o la apertura a la tercera ola del feminismo. Simone de Beauvoir analiza a las mujeres como el otro, el sexo femenino es la otra cara del espejo de la evolución del mundo masculino y aporta un análisis no biologicista al afirmar “no se nace mujer, se llega a serlo”. La libertad es la idea central de esta obra que, sin embargo, cayó en el vacío pues se produjo en el mismo momento en que la mística de la feminidad se estaba forjando. La tercera ola. El feminismo sesentayochista La publicación del libro de Betty Friedan, La Mística de la feminidad, que apareció en Norteamérica en 1963 era una descripción del modelo femenino avalado por la política de los tiempos postbélicos. El mensaje central de Betty Friedan fue que “algo” estaba pasando entre las mujeres norteamericanas, ella lo denominó “el problema que no tiene nombre”: las mujeres experimentaban una sensación de vacío al saberse definidas no por lo que se es, sino por las funciones que se ejercen (esposa, madre, ama de casa…). Las mujeres fueron atrapadas por la “mística de la feminidad” y para romper esta trampa y lograr su propia autonomía, deberían incorporarse al mundo del trabajo. En 1966, Betty Friedan pasó a la acción y creó la Organización Nacional de Mujeres (NOW), llegando a ser la organización feminista más influyente y sin duda Friedan la máxima representante del feminismo liberal. Esta organización consideraba que si las mujeres ejercían los derechos adquiridos, los ampliaban y se incorporaban activamente a la vida pública, laboral y política, sus problemas tendrían solución. Aceptando este planteamiento, muchas mujeres centraron sus esfuerzos en desarrollar una vida profesional compatible con sus funciones dentro de la familia. El feminismo liberal se caracteriza por definir la situación de las mujeres como una de desigualdad -y no de opresión y explotación- y por postular la reforma del sistema hasta lograr la igualdad entre los sexos. Las liberales comenzaron definiendo el problema de las mujeres como su exclusión de la esfera pública, propugnando de esta forma su inclusión en el mercado laboral y terminaron abrazando la tesis de lo personal es político. Sin embargo, fue al feminismo radical, caracterizado por su oposición al liberalismo, a quien correspondió el protagonismo en las décadas de los sesenta y setenta. Las primeras feministas de los setenta realizaron el siguiente diagnóstico: el orden patriarcal se mantenía intacto. El marco político de nacimiento de la tercera ola del feminismo fue la izquierda contracultural sesentayochista. El feminismo de los años setenta supuso el fin de la mística de la feminidad y abrió una serie de cambios en los valores y en las formas de vida. El origen del Movimiento de Liberación de la Mujer hay que buscarlo en el descontento con el papel que las mujeres jugaban en aquel sistema. Movimiento de Liberación de la Mujer La primera decisión política del feminismo fue la de organizarse de forma autónoma, separarse de los varones, lo que llevó a la constitución del Movimiento de Liberación de la Mujer. Todas las mujeres estaban de acuerdo en la necesidad de separarse de los hombres, pero disentían respecto a la naturaleza y el fin de la separación. Así se produjo la división dentro del feminismo radical entre “políticas” y “feministas”. Todas ellas forman parte del feminismo radical por su posición antisistema y por su afán de distanciarse del feminismo liberal, pero para las “políticas” la opresión de las mujeres deriva del capitalismo y consideraban el feminismo un ala más de la izquierda y las “feministas” se manifestaban contra la subordinación a la izquierda ya que identificaban a los hombres como los beneficiarios de su dominación. Finalmente, el nombre de feminismo radical pasó a designar únicamente a los grupos afines a las posiciones teóricas de las “feministas”. Feminismo radical El feminismo radical norteamericano que se desarrolló entre los años 1967 y 1975 identificó como centros de dominación patriarcal esferas de la vida que hasta entonces se consideraban “privadas”. A ellas corresponde el eslogan “lo personal es político”. Hay que citar dos obras fundamentales Política sexual de Kate Millet y La dialéctica de la sexualidad de Sulamit Firestone (1970). Estas obras acuñaron conceptos fundamentales para el análisis feminista como el de patriarcado, género y casta sexual. El patriarcado se define como el sistema básico de dominación sobre el que se levanta el resto de las dominaciones, como la de clase y raza. El género expresa la construcción social de la feminidad y la casta sexual alude a la común experiencia de opresión vivida por todas las mujeres. El feminismo radical organizó los grupos de autoconciencia, en los que se impulsaba a cada participante a exponer su experiencia personal de opresión para analizarla en clave política y lograr su transformación. Otra característica común de los grupos radicales fue el exigente impulso igualitarista y antijerárquico: ninguna mujer estaba por encima de otra, por lo que las líderes estaban mal vistas. Los grupos se formaban por afinidad a la par militante y amistosa. Feminismo de la diferencia El feminismo radical estadounidense habría evolucionado hacia un nuevo tipo de feminismo que se conoce con el nombre de feminismo cultural. Mientras el feminismo radical lucha por la superación de los géneros, el feminismo cultural parece centrarse en la diferencia. El feminismo cultural exalta el “principio femenino” y sus valores. Se autoproclama defensor de la diferencia sexual, de ahí su designación como feminismos de la diferencia frente a los autoritarios, se condena la heterosexualidad y se acude al lesbianismo como única alternativa de no contaminación. En Francia y en Italia existen notables partidarias del feminismo de la diferencia. Las pensadoras de la diferencia sexual consideran que las mujeres no tendrían nada que ganar de un acceso más equitativo al poder y a los recursos. Sus críticos dudan de que puedan construir la identidad femenina y al mismo tiempo destruir el mito “mujer”. El feminismo después de los ochenta En la década de los ochenta apareció una formación conservadora reactiva que intentó relegar al movimiento feminista. Mientras que en algunos países se intentó crear organismos de igualdad para que construyeran un modelo femenino conservador, en otros, por su muy distinto signo político, el pequeño feminismo presente en los poderes públicos reclamó la visibilidad mediante el sistema de cuotas y la paridad por medio de la discriminación positiva. Siguió patente que el poder, autoridad y prestigio seguía en manos masculinas, existía un “techo de cristal” en todas las escalas jerárquicas y organizacionales, por lo que el tema de la visibilidad se convirtió en objetivo y el sistema de cuotas fue la herramienta que permitía a las mujeres asegurar presencia y visibilidad en todos los tramos en lo público. Fueron apareciendo multitud de grupos pequeños e informales en los que las mujeres se reunían, intercambiaban experiencias, promovían la auto concienciación, etc. En los últimos años muchos de estos grupos se han ido transformando en asociaciones que ofrecen apoyo a las mujeres, muchas veces con programas subvencionados por organismos estatales. Otro fenómeno que se ha dado es la realización de estudios sobre la problemática de las mujeres dentro de las universidades.

23 DE OCTUBRE:

6.- LA MUJER ESPAÑOLA EN LA DICTADURA. LA CONSTRUCCIÓN DEL AMOR (1) LECTURA: Carmen Martín Gaite, Usos amorosos de la posguerra española. (selección en fotocopia) OPCIONAL PELÍCULA: Calle Mayor, dirigida por Juan Antonio Bardem.

6 DE NOVIEMBRE:

7.- LA MUJER ESPAÑOLA. EN LA DEMOCRACIA: LA CONSTRUCCIÓN DEL AMOR (2) LECTURA: Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, Booket, Seix Barral, Barcelona

13 DE NOVIEMBRE:

 8.- MUJER Y DEMOCRACIA. NUEVAS EXPRESIONES DE LO FEMENINO. LECTURA: Selección de poetas del siglo XX y XXI (en fotocopia). OPCIONAL PELÍCULA: A mi madre le gustan las mujeres, dirigida por Inés París y Daniela Fejerman

20 DE NOVIEMBRE:

 9.- NUEVAS EXPRESIONES LITERARIAS LECTURA: Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza, Selección de cuentos (en fotocopia) LECTURA: Lorrie Moore, Pájaros de América, Selección de cuentos (en fotocopia)

27 DE NOVIEMBRE:

10-. LOS RETOS FEMINISTAS EN LA ESPAÑA ACTUAL. MUJER Y VIOLENCIA MACHISTA LECTURA: Dulce Chacón, “Algún amor que no mate”, en Trilogía de la Huida, DeBolsillo, Barcelona, 2019 (en fotocopia) OPCIONAL PELÍCULA: Te doy mis ojos, dirigida por Iciar Bollaín

11 DE DICIEMBRE:

 11.- LOS RETOS FEMINISTAS EN LA ESPAÑA ACTUAL. MUJER E INMIGRACIÓN LECTURA: Najat El Hachmi, La hija extranjera, Barcelona, Destino, 2020 (en fotocopia) OPCIONAL PELÍCULA: Flores de otro mundo, dirigida por Icíar Bollaín. 18 DE DICIEMBRE: 12.- GÉNERO Y LENGUAJE. CONCLUSIONES

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