HISTORIA DE LA ÉTICA.


Cada día debemos afrontar diferentes problemas éticos a los que no tenemos claro qué respuesta dar como sociedad. Hacer un repaso por la historia de la ética es un ejercicio muy útil para poder replantear nuestros problemas éticos actuales y comprender mejor las implicaciones de nuestras decisiones. El funcionamiento de toda sociedad se basa en el cumplimiento de una serie de normas morales en torno a las cuales surgen preguntas muy interesantes: ¿Quién dicta las normas? ¿Qué obligación tenemos de cumplirlas? Si debemos cumplir unas normas, ¿dónde queda la libertad? ¿Es compatible la libertad individual con la justicia social?


Los sofistas: relativismo moral 

  • Protágoras de Abdera (c. 490-421 a.C.)
  • Gorgias de Leontinos (c. 487-380 a.C.)
  • Hipias de Élide
  • Isócrates de Atenas
  • Licofrón
  • Pródico de Ceos
  • Trasímaco


Por un lado parece que no podemos imponer nuestros valores occidentales a todas las culturas del planeta. Pero tampoco parece que podamos aceptar que todos los valores son igualmente defendibles. Esta discusión tan actual ya comenzó en tiempos de Sócrates y los Sofistas.



El problema de fondo en esta discusión reside en saber si es posible hacer concesiones a lo cultural sin que se resienta la igualdad de todos los seres humanos.

Es decir, si es posible compatibilizar la universalidad de lo moral con la relatividad de las costumbres.

Este debate ya se planteó entre los sofistas y Sócrates en el siglo V a.C.  



¿Quiénes eran los sofistas? : Los sofistas fueron los primeros educadores profesionales.

Enseñaban el dominio del lenguaje y la habilidad retórica, es decir, areté.  Estas habilidades fueron fundamentales en la democracia ateniense porque permitían persuadir a la asamblea de la idoneidad de los argumentos expuestos.



Aunque los sofistas enseñaban el arte de la retórica, no creían ni en verdades ni en normas universales.  De hecho, los sofistas eran extranjeros que habían viajado muchísimo y conocían normas y costumbres de distintos pueblos. Las diferencias entre ellas

 les llevó a la conclusión de que las leyes, nomoi, son fruto de la convención social. Las normas, por tanto, no surgen de la naturaleza o de un orden divino.



Si fuera así, serían comunes a todos los pueblos. Por tanto, no existe una verdad absoluta ni universal, sino una verdad relativa y convenida que tiene su origen en el contexto social, político, económico y  cultural de cada pueblo.



Los sofistas son los encargados de introducir el escepticismo y el relativismo en el pensamiento occidental, cuestionando la rigidez de ciertos conceptos. Transformaron los valores tradicionales negando las creencias basadas en un orden divino y apuntaron al debate público como forma de acordar las leyes entre todos, las leyes que debían regir en la ciudad.

Mostraron como la confrontación de ideas favorecía la renuncia a estas creencias incuestionables, por lo tanto, al dogmatismo.



Relativismo moral no significa que todo valga.



Protágoras, uno de los sofistas más destacados, decía que “el hombre es la medida de todas las cosas". El ser humano establece qué entiende por bueno por malo, por justo, por injusto; pero, como los seres humanos no piensan igual en todas partes, no es posible hablar de una normatividad absoluta y universal. 



 A diferencia de las leyes de la naturaleza, que son physei, las leyes políticas y las normas morales son nómos, o sea, convenciones opinables; pero esto no impide que exista cierta igualdad natural que permite aspirar a una moralidad común.



Las bases de la moral son universales, pero la manera de adquirirlas y desarrollarlas es interpretada de diversas formas, dependiendo de las peculiaridades de cada tiempo y lugar.


¿Es posible compatibilizar la universalidad moral en la relatividad de las costumbres? 

¿Podemos aplicar nuestros criterios morales a otras culturas? 

 "Sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo sostengo con toda firmeza que, por naturaleza, no hay nada que lo sea esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y durante todo el tiempo que dura ese parecer". PROTÁGORAS

MI OPINIÓN: Si bien el relativismo moral tiene una base teórica muy potente y no exenta de criterios observables en diferentes culturas, también es cierto que al no dar una solución a lo moral cae en su propia trampa y por tanto relativiza su propia teoría. 




Sócrates: el intelectualismo moral 




Para Sócrates la base de la ética es el conocimiento. Naturalmente, podemos encontrar gente con enormes conocimientos que obra mal a sabiendas. Pero lo que Sócrates entiende por conocimiento es un profundo autoconocimiento una auténtica sabiduría.





 ¿quién era Sócrates? : Sócrates era un filósofo que vivió en Atenas en el Siglo V a.C.

Pero no le gustaba mucho la democracia, porque quien mejor manejara la retórica podía imponerse en las asambleas, aunque sus argumentos fueran falsos. 



Frente al relativismo de los sofistas, Sócrates defendía la existencia de una verdad universal.

 Sócrates, aunque no era partidario de la democracia, creía que su obligación como ciudadano era cumplir las leyes. De hecho, en el 399 a. C. fue juzgado y condenado a muerte, acusado de impiedad frentea los dioses y de corromper a la juventud ateniense.

Pudo escapar de la condena, pero el respeto que sentía por su ciudad le impidió desobedecer las leyes que le habían condenado a muerte. 



 Eso si es un ejemplo de integridad. Pero las enseñanzas de Sócrates son más profundas.

Sócrates defendía lo que llamamos el intelectualismo moral, es  conocimiento es la base de la ética.

La razón no sólo nos permite acceder a la verdad universal, también es fuente y fundamento de la ética; ya que, solo quien razona puede ser bueno.

Parece razonable que si quiero ser justo o bueno tenga que saber qué es la justicia y la bondad.

Pero decir que quien obra mal lo hace porque es un ignorante es una afirmación más rotunda porque implica que el sabio nunca obrará mal. 



Claro, pero es que para Sócrates, el conocimiento auténtico no es sólo la acumulación de datos.

El auténtico saber para Sócrates es el autoconocimiento, el cuestionamiento de los valores asimilados y el enfrentamiento con las propias contradicciones.

Conocerse a sí mismo, saber cuál es la certeza que nos lleva a actuar de una determinada manera sería el preludio para reconocer la universalidad del bien. Y para tener la actitud acertada, no solo para una persona,sino la actitud acertada en sí misma.



En Sócrates, obrar bien y con justicia es el único camino hacia la felicidad; por ello, prefería sufrir una injusticia antes que cometerla. La ciudad es el espacio natural donde el individuo

se desarrolla con plenitud. 

Para Sócrates, toda acción moral tiene sentido dentro de ella, a pesar de que las leyes puedan volverse injustas. Estos planteamientos explican por qué Sócrates acató la ley de su ciudad y tomó la cicuta que acabó con su vida.


El consejo es de Sócrates, conócete a ti mismo, posiblemente
el mejor consejo que se ha dado en los últimos
 2500 años. J.: Y la pregunta es sobre una de las frases más famosas
de Sócrates, "Sólo sé que no sé nada".
¿Qué pensáis que quería decir Sócrates con esa frase?

OPINIÓN: Al decir esta frase se da a entender que el individuo no tiene la verdad absoluta, que es un ser perfectible con voluntad de aprender y adquirir conocimientos sobre diferentes temas.
Cuando se menciona esta frase es ideal mostrarse en una posición de completa ignorancia respecto al tema, ya que se busca aprender algo nuevo y así tener un conocimiento más completo sobre el asunto.
Aprender puede ser una forma de vida, en la que el individuo debe de admitir que no es bueno en algunas cosas y encontrar disponibilidad para adquirir conocimientos nuevos y mejorar sobre los que ya conoce. Hay que entender que a pesar de poseer una vasta biblioteca de conocimientos  siempre se puede ampliar a través de las ideas de otras personas.

Platón I: ¿qué es mejor, la justicia o la injusticia? 


 Sócrates intenta convencer

de forma racional a un grupo de sofistas de que lo más conveniente
es hacer el bien, pero no parece muy convincente.

Platón era un filósofo que nació en Atenas en el siglo V a.C.
en el seno de una familia noble,
tenía la formación adecuada y las condiciones para dedicarse
a la política, pero no lo hizo porque se quedó rápidamente
decepcionado. 
Las obras de Platón están escritas en forma de diálogo,
el protagonista suele ser Sócrates que discute con sus rivales
sobre temas filosóficos. De todos los diálogos que Platón
ha escrito destacaremos tres, que están centrados
en la ética: el primero, el Gorgias, La República
y Las Leyes.
En el Gorgias se tratan temas tan actuales como la relación
entre los principios morales y el bienestar político.
Pero sobre todo, trata sobre el tema central de la ética
de Platón: la justicia.
Platón habla a través del personaje de Sócrates y se muestra muy
preocupado por el poder de la palabra y de la retórica,
porque es un instrumento que, como sabemos, puede utilizarse
para hacer el bien o para hacer el mal.
El orador puede convencernos para hacer lo justo
o para hacer lo que a él le conviene.
Uno de los que argumenta contra Sócrates es el sofista Polo
que dice que es mejor cometer una injusticia
antes que sufrirla. 
Si, esto para Platón sería la negación
misma de la ética. Polo estaría justificando al tirano
y condenando a quienes sufren la tiranía.
También interviene Calicles, que dice que actuar conforme
a la ley, ser justo, va contra la naturaleza,
que lo natural es, como Federico, buscar el beneficio propio.
Es más, Calicles dice que los filósofos
son unos impostores porque saben que él tiene razón,
pero no se atreven a dársela. 
Sócrates utiliza tres argumentos
para convencerles: el primero, el tipo de felicidad
del justo es mejor que la del injusto, la verdadera felicidad no
es satisfacer los deseos inmediatos. Segundo argumento, el injusto
sabe que lo es y vive intranquilo, mientras que el justo vive en paz
consigo mismo. Y por fin, no es lo que hoy entendemos como racional,
este argumento, pero según Platón, en el juicio final los tiranos
serán castigados y los justos serán redimidos.
Son argumentos que no parecen muy convincentes,
¿Por qué le cuesta tanto a Sócrates presentar argumentos sólidos
para defender la justicia frente a la injusticia? Es decir,
¿Por qué le cuesta tanto defender la ética frente al cinismo
de Calicles? 
Bueno, quizá la respuesta no esté en Platón
sino más bien en Hume, a quien estudiaremos en unas semanas.
Hume defiende que la ética no es una cuestión solamente ligada
a la razón, sino más bien que interviene la emoción.


Platón II: ¿qué es la justicia?


 Platón también se planteó cómo sería una sociedad ideal
 y la diseñó en su obra más conocida, La República.
Se trata de una utopía, un no lugar. Es decir, un lugar que no se encuentra
 ni se encontrará en ninguna parte.
 Platón, aunque reniega de la actividad política, no abandona
totalmente esa vocación y busca un ordenamiento social
lo más perfecto posible que permita el bien y la justicia
 de la sociedad y la felicidad de los ciudadanos.
 En Platón la justicia debe prevalecer sobre los intereses
individuales para poder armonizarlos, posibilitando así el desarrollo
del sujeto dentro de la comunidad política.
Naturalmente, el filósofo, el sabio es el que está mejor
capacitado para saber qué es la justicia y, por lo tanto,
para gobernar. 
La República de Platón es una sociedad jerárquica,
donde cada ciudadano tiene su papel perfectamente definido.
Platón divide la sociedad en tres clases y cada una
de ellas debe desarrollar una virtud diferente.
Abajo están los trabajadores que trabajan para las otras
dos clases y la virtud que los caracteriza es
la templanza en la producción.
Por encima de ellos están los guerreros, que defienden la ciudad. Su virtud podría
ser el valor. Y finalmente, están los gobernantes, cuya virtud,
obviamente, es la sabiduría. 

Pero ¿cómo determinar a qué clase
pertenece cada individuo? Platón propone que a través de la
educación se podría distinguir el papel que cada sujeto
ha de desarrollar dentro de la ciudad. De esta forma,
podría haber igualdad de oportunidades.
Pertenecer a una clase o otra depende de la capacidad de cada
cual. Nadie está excluido de ocupar un estrato u otro.
Ni siquiera las mujeres, si están preparadas para ello.
Para Platón, la única manera de asegurar que los gobernantes
sean eficientes es a través de la educación.
Es el primero en reivindicar la educación como elemento esencial
 para crear una sociedad mejor. 
 Sí, de hecho,
en el año 387 a.C., convencido de la imposibilidad
de reconducir las políticas reales, Platón fundó
la Academia, una institución filosófica y pedagógica cuya
historia abarca 900 años. 
 Hoy nos resulta llamativa
la oposición tan firme de Platón contra la democracia, que
que para él es una degeneración de la oligarquía,
que provoca que el Estado no esté dirigido por las personas
mejor preparadas. Para Platón los pilares básicos de la sociedad
no son la libertad y la igualdad, sino la justicia.
Sí, la ciudad diseñada por Platón ha sido tildada tanto
de ser progresista, por los rasgos comunistas y feministas,
como planteada como reaccionaria, por proponer una sociedad
dividida en castas cerradas basadas en la desigualdad
natural entre los distintos seres humanos.
Lo más sorprendente es que Platón intentó varias veces crear
esa sociedad perfecta en Siracusa. Naturalmente, fracasó,
entre otras cosas porque los seres humanos que vivían en Siracusa
tenían sus propios prejuicios y no habían sido educados
bajo los parámetros diseñados en La República.
Sí, los seres humanos somos imperfectos, esto está claro.
Pero por esta razón no existe, ni existirá
una sociedad perfecta.
Pero, aun así
¿Son útiles las utopías?
¿Son interesantes como lugares a los que podemos aspirar?
¿Os gustaría vivir en una sociedad perfecta como la República
 de Platón? ¿O preferís una democracia, aunque los gobernantes
no sean los más adecuados?


Platón III: ¿cómo saber si una ley es justa?


 ¿Quién debe decidir que las leyes son justas? ¿Lo decide la autoridad o el pueblo?

 ¿Es mejor una ley imperfecta, pero que hemos decidido entre todos?
¿O una ley que puede ser mejor pero es impuesta desde fuera?

Lo cierto es que  el pensamiento de Platón evolucionó
a lo largo de su dilatada vida y, naturalmente, fue cambiando de postura
sobre diferentes temas. En lo que nos concierne a nosotros, hemos
visto la sociedad ideal que reflejó en La República,
pero en una de sus últimas obras, Las Leyes,
su postura es mucho más realista, debido a la desilusión sufrida
tras sus fracasos políticos.

Plantea que las leyes son lo único que puede
asegurar la convivencia. Las leyes son “un segundo bien”,
no el bien superior, el bien ideal, pero quizás, el único bien
al alcance de los imperfectos seres humanos.
En las Leyes, el proyecto de ciudad es mucho más concreto que
el de la República, que es pura abstracción.
Ahora Platón aborda muchos de los problemas cotidianos
de la vida social y política. 
 Para Platón, todas las leyes son imperfectas
y tienen el inconveniente de que se centran en lo general
 e ignoran los casos específicos. Lo ideal sería
 no necesitar leyes, pero esto claramente es posible
para un grupo limitado.
Las leyes son tan imprescindibles que
es necesario saberlas presentar para que los ciudadanos
las sigan sin titubear; por eso toda ley debe ir precedida de una
introducción que motive a la ciudadanía
a su cumplimiento.
En este punto, Platón parece reconocer el valor
 de la retórica o de la persuasión que tanto había criticado
en los sofistas.

 En Las Leyes, Platón insiste
más que en otras obras en el papel fundamental de la educación
para el mantenimiento del Estado justo.
 Platón sigue pensando que el político debe ser un experto, un sabio
capaz de ir más allá de las leyes para valorarlas y juzgarlas
desde el ideal de la justicia y del bien.
El político debe haber recibido la mejor educación,
pero también debe contribuir a la educación de su pueblo.
Los primeros que tienen la obligación de educar son
los gobernantes, que deben procurar, mediante las leyes, la conservación
de las costumbres. Al mismo tiempo, las leyes
deben educar a los propios gobernantes.
Los seres humanos educados
serán buenos y sabrán dominarse; y de la misma forma que en
las leyes, la educación debe combinar la constricción y la persuasión.
Platón reconoce al final de su vida que las leyes son cambiantes,
pero que existe algo que debe permanecer en ellas:
“su forma de ley y su fin de justicia”. 

 ¿Es necesaria la ley para la convivencia? ¿Seríamos incapaces
de convivir sin leyes que nos castiguen? 
¿cómo saber si las leyes son justas?


Aristóteles (I): el fin es ser feliz   

 ¿Quién fue Aristóteles?
Aristóteles fue un discípulo de Platón
que nació en Estagira (Macedonia). Su padre fue médico
y esto le predispuso a la observación científica
y a ver la ética como la capacidad de curar a las almas de sus vicios.
Su trabajo constituye los primeros tratados de ética
de la historia del pensamiento occidental, ya que son más sistemáticos que
las ideas diseminadas por Platón en sus diálogos.
Sí, en efecto. Aristóteles no escribió sus obras para publicarlas
y venderlas. Aristóteles fundó su propia escuela, el Liceo,
 y sus obras que nos han llegado son el resultado de las recopilaciones
que realizaron sus discípulos. 

La ética es un saber práctico
y su objetivo es encontrar cómo han de organizar sus vidas
los seres humanos para ser felices. 

 El comportamiento de los animales
está determinado por su éthos, su carácter o forma
de ser. Mientras que los seres humanos, gracias a su alma racional,
pueden pensar y decidir sin condicionamientos de su éthos.
Precisamente por esto la ética tiene sentido, ya que se ocupa
de orientar y guiar el comportamiento. 
La ética de Aristóteles
es definida como teleológica porque se construye a partir del fin,
télos, propio de la vida humana. Para Aristóteles, el fin
de una cosa es el bien de esa cosa; por ello,
el fin del ser humano será su propio bien.
Toda acción responde a un objetivo o finalidad;
actuamos buscando un bien, ya sea ganar dinero, vivir tranquilos
u obtener fama y reconocimiento social.
Estos objetivos no son bienes en sí mismos sino medios para
alcanzar otros fines. Sólo hay un bien que se busca
por sí mismo y no por otro: la felicidad. 

La ética, por tanto, estudia
los medios más adecuados para que se realice el fin,
el bien, propio del ser humano. Esos medios constituirán
la “vida buena” o la mejor forma de vivir. 

 Según Aristóteles,
la felicidad es el bien supremo, fin deseable por sí mismo
y no subordinado a ningún otro. No obstante, si nos preguntamos
 en qué consiste la felicidad, las respuestas son múltiples.
Aristóteles sostenía que la finalidad propia de cada cosa
 se encuentra en aquello que le corresponde según su naturaleza:
para el cuchillo lo más propio es cortar, para el estudiante,
estudiar y aprender. 

 En el ser humano, lo más característico
de su naturaleza es la racionalidad, por ello, su felicidad
consiste en ejercer esa facultad, en llevar una vida contemplativa
dedicada al saber. 

Aristóteles (II): la virtud como término medio


 Uno de los puntos clave en la ética de Aristóteles
es el concepto de término medio. Esta idea de no pasarse ni
por exceso ni por defecto estaba muy extendida en la medicina griega
y Aristóteles la trasladó a la ética. Si funcionaba para curar
 el cuerpo, también serviría para curar el alma.

Pero este concepto de término medio es difícil de interpretar.
Para Aristóteles estaba íntimamente relacionado con la virtud
de la prudencia. Dentro de todas las virtudes intelectuales
o dianoéticas, como la sabiduría, la ciencia, la intuición
 o el arte, la que destaca por encima de todas es
la prudencia.
 Las virtudes dianoéticas o intelectuales son teóricas
 y tienen un valor por sí mismas. Su ejercicio posibilita alcanzar
el ideal de vida buena y la oportunidad de lograr la máxima
felicidad. Sin su ejercicio es poco probable que una persona
pueda ser plenamente feliz. 

 La prudencia es la capacidad
de escoger lo oportuno en cada caso, no consiste en aplicar
una teoría ni una regla universal. La prudencia nos ayuda
a reconocer cuáles son los mejores medios para alcanzar
nuestro fin. Ser prudente implica deliberar, contrastar opiniones,
ya que no hay ciencia del término medio. 

El ser humano no es solo
intelecto, también tiene necesidades y deseos, como el resto
de animales. Los humanos, además de cultivar las virtudes
dianoéticas, necesitan desarrollar las virtudes éticas,
relacionadas con el modo de actuar en el mundo,
con el modo de controlar las pasiones y los deseos.
El ser humano actúa correctamente y es virtuoso si sus deseos
 y costumbres son racionales, lo que le permite, en cada circunstancia,
escoger el término medio óptimo entre dos extremos de conducta
negativos, entre el vicio del exceso
y el vicio del defecto.

Por ejemplo, una persona posee la virtud
de la valentía si su comportamiento es un término medio entre
la cobardía y la temeridad; ya que, no es bueno ni tener miedo
a todo, ni no temer a nada. 

Claro, una diferencia importante
con Platón es que el término medio no es un concepto abstracto,
ideal, su aplicación depende de cada caso y de cada situación.
La prudencia es la virtud que nos permite
decidir en cada caso real y no en una situación ideal.
Otra diferencia es que para Aristóteles conocer la virtud,
tal y como proponía Platón, no es suficiente.
Esta ha de ser puesta en práctica de forma repetida con el objetivo
de consolidar un hábito; la virtud es más una costumbre
que un conocimiento.

Aristóteles (III): de la ética a la política


 Aristóteles destaca dos cualidades en
el ser humano, la primera, como ya hemos visto, es su capacidad
para razonar y, por tanto, para elegir, para ser libre.
La segunda está relacionada con esta discusión entre Simona
y Federico, es la famosa frase de Aristóteles: “El hombre
hombre es un animal político”. 

 Para Aristóteles, ética y política tienen
el mismo objetivo: el bienestar y la felicidad humana.
La ética orienta el comportamiento individual en busca
de la felicidad y la política organiza el comportamiento colectivo
para asegurar el bien común. 

 Tanto en Platón como en Aristóteles, ética
y política son disciplinas inseparables:
la ética conduce a la política y la política lleva a cabo
 el ideal ético. 

 La ética de Aristóteles está subordinada
a la política; el individuo solamente puede desarrollarse
y ser feliz dentro de la polis o de la sociedad.
Además, es preferible el bien común que el bienestar de
un solo individuo. 

 Aristóteles no comparte el idealismo de Platón,
la idea del Bien, con mayúscula, es demasiado abstracta.
La ética, por tanto, debe determinar qué nos hace buenos
pero en nuestra realidad de seres sociales que tienen que convivir
con sus semejantes. 

 El ser humano aislado no puede realizarse completamente,
 por eso, en griego, la palabra que designa a un individuo
que no se relaciona con los otros
es idiotés. 

La sociedad surge de forma natural y su finalidad es mejorar
la vida comunitaria, alcanzar la vida buena.
Para Aristóteles, ello dependerá de tres aspectos fundamentales:
Uno, conseguir la autosuficiencia, lo que permite vivir con independencia
y libertad. Dos, aplicar la justicia, imprescindible para que
haya armonía entre los ciudadanos. Y tres, garantizar la educación
pública para crear mejores ciudadanos.

No podemos olvidar que para Aristóteles la noción de ciudadano
no es extensible a todos los habitantes de una ciudad.
Para ser virtuoso es necesario ser libre y no verse encadenado
por las tareas propias de los esclavos, de las mujeres
o de los trabajadores. 

Aristóteles expone, contra Platón, que no es
posible un Estado perfecto; cada pueblo vive unas circunstancias
geográficas, climáticas, económicas y culturales
distintas, que impiden establecer un orden general
válido para todos. 

 Cada comunidad política debe encontrar
la organización que mejor se adapte a sus necesidades y recursos;
por eso existen ciertas diferencias entre unos regímenes
y otros. 

Aristóteles afirma que existen tres formas de buen
gobierno: la monarquía o gobierno de uno solo;
la aristocracia o gobierno de los mejores;
y la politeia o gobierno de la mayor parte de los ciudadanos.

En el caso de que estos gobiernos se corrompieran,
se transformarían en tiranía, oligarquía
y demagogia respectivamente. Para Aristóteles, idealmente
las mejores formas de gobierno son la monarquía y la aristocracia,
pero considera que en la práctica es fácil que caigan en
la corrupción y en el abuso de poder. Por ello, en realidad
el mejor gobierno es la politeia, donde las clases medias administran
las leyes con prudencia, justicia y valor.

Para Aristóteles, el fin de la sociedad es posibilitar el desarrollo
del individuo sin menoscabo del bien común;
esta idea ha sido discutida durante siglos.


Cirenaicos y epicúreos: el placer



Si hemos dicho que el fin del ser humano es la felicidad y los placeres nos dan la
felicidad, ¿qué hay de malo en estar dieciséis horas jugando
a la Play? Quizá una posible respuesta la encontramos
en Aristipo de Cirene. Este pensador defendía que debemos poseer
los placeres pero que los placeres no deben poseernos.

Aristipo de Cirene fue discípulo
de Sócrates, rechazó la interpretación que Platón
hizo de su maestro, y retomó la preocupación de Sócrates
 para todo lo natural y no convencional.
Fundó la escuela de los Cirenáicos, también conocidos como
 hedonistas, porque defendían la búsqueda del placer, tanto físico
como espiritual, como el fin más natural del ser humano.

Buscaban el placer, pero sabían que no es nada inteligente
permitir que los placeres hagan daño al propio cuerpo.
Esta idea fue recuperada, un siglo después,
por
Epicuro de Samos, fundador de una de las escuelas helenísticas
más extendidas, el epicureísmo. 

 Epicuro fundó su escuela
en Atenas, en una casa con un jardín muy bello,
por la que se la conoció como El Jardín; un lugar para descansar,
reflexionar, dialogar y conversar con su maestro.

El Jardín no era solo una escuela para la transmisión de conocimientos,
sino también un lugar donde se aprendía una forma de vida
centrada en la búsqueda de la felicidad.
El epicureísmo se inspiró notablemente en el hedonismo
cirenaico.

Las luchas contra las supersticiones, los miedos
y las inquietudes de los humanos se convirtieron en las características
dominantes de su pensamiento. Para Epicuro, la filosofía tiene
una función fundamentalmente práctica.
La primera función del filósofo consiste en liberar
 al ser humano de las perturbaciones que lo inquietan,
para poder conducirlo hacia la conquista de la felicidad.
La búsqueda de la felicidad es el fin fundamental de la vida,
y esta se encuentra en el placer. Pero el placer y la felicidad consisten
en la satisfacción medida y equilibrada de las necesidades
materiales (beber, comer, dormir) y en la serenidad del espíritu,
que se consigue a través de la filosofía.

La ausencia de un destino predeterminado permite al ser humano
seguir el camino que lo lleva a la felicidad más estable,
que consiste en la ataraxia, o sea, la ausencia de dolor
y de perturbaciones. 

Para llegar a la ataraxia, es necesario
haber adquirido antes la autarquía, la autosuficiencia.
Para ello, Epicuro recomienda alejarse de todo lo que perturba
al espíritu y centrarse en aquello que proporciona felicidad,
como por ejemplo, la amistad. 

 Fijaos qué pensamiento tan profundo,
defiende la búsqueda del placer pero descubre
que se encuentra más placer en la amistad que en beber y comer
sin medida.  

Cínicos y estoicos



Esta frase, "no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita",ya es un lugar común, pero veamos el punto de vista de algunas
corrientes filosóficas que pueden ayudarnos a entenderla mejor.
 ¿empezamos por los cínicos?

Cínicos en griego significa caninos, se dice que recibieron
 este nombre por su pobreza. Su fundador fue Antístenes,
el único discípulo de Sócrates que era pobre, de hecho, su madre
había sido esclava. 

 Los cínicos abogaban por una filosofía
basada en el control máximo de uno mismo, en la capacidad de
suprimir todas las necesidades y en la fortaleza para volver
 a una vida natural, sencilla y plena. 

Despreciaban todas
las convenciones sociales y solo aceptaban lo que consideraban
natural. Para los cínicos, ni la familia ni la polis eran
instituciones naturales y, por tanto, no se sentían ligados
a ellas y preferían considerarse ciudadanos del mundo.

El cínico más emblemático fue Diógenes de Sinope,
que vivía en un tonel y se vestía con harapos.
Cuando Alejandro Magno conoció a Diógenes, le dijo que le
pidiera lo que quisiera, que él era el hombre más poderoso
de Grecia y se lo concedería. Diógenes le miró y le dijo: “entonces
apártate, que me tapas el sol”. 

De todos los cínicos, el más
influyente en su tiempo fue Crates, tanto por él mismo como
por su mujer,
Hiparquía, una de las escasas filósofas conocidas
de la antigüedad. Hiparquía no dudó en desafiar a la sociedad
griega e irse con Crates, entregándose a la filosofía en lugar
de quedarse en casa y dedicarse a aquellas funciones
que le habían sido atribuidas por su sexo. 

 Los estoicos son otra escuela filosófica
que continuó los principios ascéticos de los cínicos.
Los estoicos basan su ética en aceptar lo que acontece y en
reducir la dependencia hacia lo que deseamos.
Creen que todo lo que sucede en el mundo está regido por
el logos y que la aceptación de este destino es la mejor
pauta ética. 

La ética estoica establece que el futuro
está predeterminado y el ser humano solo puede encontrar la felicidad en
la aceptación del orden cósmico. A pesar de este destino,
los estoicos hablan de libertad, como sinónimo de aceptación.
El ser humano libre no permite que ninguna pasión ni deseo perturbe
la aceptación del orden cósmico. 

 El estoicismo identifica
la perfección humana con la apatheia,
con la ausencia de pasiones y deseos; el ideal es la persona
imperturbable, capaz de permanecer inmutable ante los infortunios
que se le puedan presentar. 

Hoy en día, nos resulta muy chocante
esta idea de un destino predeterminado, contra el que
no podemos luchar. En la cultura consumista occidental
no hay lugar para la aceptación, recibimos a todas horas mensajes publicitarios
que nos incitan a pedir, exigir, aspirar, comprar, tener,
poseer, mostrar… Pero ¿esta forma de vida nos hace
más felices? ¿Podemos siempre aspirar a más? ¿O debemos aceptar
lo que tenemos?


Agustín de Hipona: la lucha entre el bien y el mal


Para Agustín de Hipona, el examen crítico de uno mismo es una parte
fundamental de la ética. El examen de conciencia es imprescindible
como método de revisión y guía de conducta.

¿quién fue Agustín de Hipona?

Agustín de Hipona, más conocido
como San Agustín, fue la primera figura
de la teología cristiana. Representa el fin de la antigüedad
grecorromana y el inicio de la cristiandad medieval.
Estudió a los filósofos griegos, y sus principales influencias
fueron Platón, a través de la interpretación neoplatónica
de Plotino, y los estoicos. 

 El núcleo de su pensamiento moral es
 el naturalismo teleológico, que ya está en Platón,
según el cual, el objetivo de la ética es alcanzar el fin
“natural” de la vida humana, que no es otro que la felicidad.
Como en los griegos, la pregunta clave es ¿qué es la felicidad?
Para Agustín, la respuesta es encontrar a Dios, el ser humano
 debe trascender sus deseos materiales y dejarse inspirar por
el amor cristiano (caritas) a través del examen de uno mismo,
como el que realiza el propio Agustín en su obra Las Confesiones.

Tanto Agustín como los demás teólogos cristianos adoptan
 las cuatro virtudes platónicas y las cristianizan:
 la prudencia, para distinguir el bien del mal;
la justicia, para distribuir los bienes; la fortaleza, para soportar
las adversidades; y la templanza, para frenar los deseos desviados.

Agustín también se inspiró en los estoicos.
De ellos, toma la idea de un logos divino que gobierna el mundo,
ley divina, que es la medida de las leyes humanas y a
la que hay que someterse, aunque no se entienda muy bien.
La gran diferencia entre los teólogos cristianos y los filósofos
griegos está en la política. Para Agustín, el ser humano
ya no es un ser social, cuyo destino y fin es la política,
sino una creación de Dios, a quien debe dar cuenta
de sus actos. 

 La política reproduce la lucha entre el bien
y el mal que se da en el individuo, lucha que Agustín plasma
en su teoría de las dos ciudades: la ciudad regida por el amor
a Dios y la ciudad regida por el amor a uno mismo.
De esta forma, Dios se identifica con el bien y el individualismo
se identifica con el mal. 

 Otra transformación que los cristianos
hacen de la filosofía griega reside en que el ignorante es sustituido
por el pecador. Uno no actúa mal porque ignore el bien, sino porque
su naturaleza es mala a causa del pecado original.
La idea de pecado no es moral sino religiosa,
pero sin ella, no se entiende la moral cristiana.

En resumen, tenemos tres transformaciones:
la primera, la felicidad se alcanza a través de Dios, no de
la sabiduría. La segunda, las relaciones entre los seres humanos
están mediadas por la ley divina. Y la tercera, el pecado
es la causa del mal. Todas tienen algo en común y es que
la divinidad es quien decide lo que está bien y lo que está
mal. 

 Desde este punto de vista, está plenamente justificado
que un examen de conciencia esté mediado por un experto en
la divinidad, que nos ayuda a identificar el bien y el mal
de nuestras acciones. 

Tomás de Aquino: la ley natural 



Un creyente parece que no tiene dudas en estos casos.La ley divina está clara y no hay lugar para el debate.
Tomás de Aquino sentó las bases de la relación entre la
ley divina y las leyes humanas. 

Santo Tomás fue el mayor intelectual de su época y el constructor
del sistema teórico de la filosofía escolástica.
Se encargó de asimilar la filosofía aristotélica a la teología
cristiana. 

En el siglo XII en Europa surgen las primeras universidades.
Empieza la recuperación de Aristóteles y se abandona
el modelo agustiniano de orientación platónica.
La fe busca la connivencia de la razón. 

Tomás de Aquino
no rechaza que la filosofía moral se centre en la búsqueda
de la felicidad, que debe coincidir con el bien,
pero antepone al deseo del bien la búsqueda de la verdad.
Lo más importante es el conocimiento que necesariamente lleva
a Dios, inteligencia máxima, que es quien sabe con certeza
lo que es bueno. 

 Tomás de Aquino se enfrenta al problema de la relación
entre la ley divina y la ley natural. Defiende que la ley natural
es el puente que une la ley eterna o divina con las leyes humanas,
contingentes, cambiantes y que pueden estar equivocadas.
Ese puente que proporciona la ley natural
permite aceptar el fundamento último de la ley divina como
algo no impuesto desde fuera, sino como algo intrínseco a nuestra
naturaleza. 

La ley divina es necesaria porque la razón
humana tiene límites, ella sola no puede descubrir la totalidad
 de la ley natural. Es necesario, por tanto, recurrir a la revelación
divina, ya que la ley de Dios es la que es, y no puede ser
de otra forma.

El pecado consistirá en contrariar la naturaleza,
ya que todo acto humano estará de acuerdo o en contra de ella.
Pecar es desobedecer la ley de Dios porque tal desobediencia
viola el orden natural. 

 Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles,
defiende que el fin del ser humano es el bien,
pero identifica el sumo bien con Dios. La sustitución
de la razón por la religión tiene como consecuencia inmediata,
que se eliminan las dudas, los debates y las disputas filosóficas.

Esto tiene el inconveniente claro de que se pierde libertad,
pero el hecho de que todo el mundo tenga claro que está bien
y que está mal puede considerarse una ventaja en determinadas
circunstancias. 

 En la Atenas democrática optaron por la tolerancia
y la filosofía, mientras que en la Edad Media se optó por la unidad
de pensamiento a partir de la religión.
Estas distintas opciones sobre el fundamento ético, estuvieron
condicionadas por la situación política y económica de cada
época y lugar. 

En las sociedades occidentales actuales tenemos
clara nuestra defensa de la libertad, pero hay otros pueblos
cuya moral está condicionada completamente por la religión.
Este es un tema candente hoy día: ¿es siempre preferible
la libertad al dogmatismo? ¿Debemos imponer nuestros ideales
de libertad a otros pueblos? 

 ¿Para defender nuestra libertad de
pensamiento necesitamos que los demás también sean libres?
Por un lado, es difícil defender que podamos ser libres mientras
nuestros vecinos no lo son, pero, por otro lado, tampoco podemos
imponer la libertad ¿Cómo resolvemos este dilema?
 ¿Qué piensas tú?



La reforma protestante



¿Qué es lo que cuenta la acción o la intención?

Pedro Abelardo, en el S.XII, dijo que lo importante en una acción moral
es la intención del sujeto. Ningún acto es bueno o malo
en sí mismo, sino que la bondad o maldad depende del propósito
 del sujeto. 

Pero Lutero, el padre de la Reforma protestante,
fue más allá. Para Lutero sólo podemos hacer acciones imperfectas
porque somos imperfectos. Lo único que puede exigírsenos es una
fe firme. Es decir, no podemos juzgar las acciones, porque todas
son malas en cierta medida, lo único que podemos juzgar
es si quien las hizo tenía fe. 

Esta postura se conoce como fideísmo.
Lutero se enfrentó a la Iglesia católica y cambió la historia
y el pensamiento de Europa, cuando en 1517 clavó
en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg
sus famosas 95 tesis, en las que proclamaba el retorno
al auténtico espíritu evangélico.

 Influido por la vocación
humanista, Lutero se propuso estudiar teología recurriendo
directamente a las fuentes de la religión cristiana.
Tradujo la Biblia al alemán, facilitando su difusión, y se casó
con Catalina de Bora, renegando del celibato
sacerdotal. 

 Con la Reforma luterana, la moral se libera del magisterio
de la Iglesia, ningún ser humano tiene la autoridad suficiente
para erigirse en intérprete de la voluntad divina.
Pero este cuestionamiento de la autoridad sólo se aplica a la religión;
Lutero cuestiona el poder de los eclesiásticos,
y esto supone un gran paso en la separación del poder secular
del religioso, pero no cuestiona el poder de la nobleza.
Con Lutero nace el sujeto moderno, escindido entre un deber
ser que no está a su alcance y un ser que lo degrada y lo aleja
de Dios; y nace, también, la secularización de la filosofía
moral. 

 Juan Calvino (1509-1564)
es el segundo protagonista de la Reforma.
Teólogo francés convertido al protestantismo, siguió a Lutero
en el rechazo de la Iglesia de Roma y en convertir a la Biblia
en la única autoridad doctrinal. 

Calvino defiende una moral
basada en el dogma de la predestinación. Los creyentes están
predestinados a la salvación o a la condena eterna,
 el destino de cada persona forma parte de los designios divinos.
Puede parecer que esta predestinación conducirá a la gente
a la dejadez; si ya está todo decidido, ¿para qué esforzarse?
Pero es todo lo contrario, la idea es que Dios ayuda a los elegidos;
por ello, la gente trabaja y se esfuerza en prosperar,
para demostrar que están entre los elegidos.
La eficiencia, la rentabilidad y el ahorro se convierten en
virtudes cardinales. Incluso se acepta la usura, que el dinero
produzca dinero, prohibida por católicos y luteranos.
El ascetismo calvinista impulsó al capitalismo y al desenfreno
productivo y financiero, tan presentes en la actualidad.
Fijaos en la importancia que tiene la ética y la moral.
Las guerras que han asolado Europa durante siglos, el sistema capitalista,
la hegemonía de Estados Unidos o la configuración del mundo
 en el que vivimos no se pueden entender sin la moral y la ética
 que plantearon Lutero y Calvino.

 Volviendo al dilema que planteamos
al inicio de este vídeo ¿crees que las acciones morales deben
juzgarse por la intención del sujeto que las realiza?
¿O bien hay que juzgar la acción en sí? J.: Piensa en tus propias acciones

( una acción moral debe basarse en alguna norma o principio moral. Si una acción no tiene estas cuatro características: es voluntaria, consciente, tiene efectos prácticos sobre las personas y es guiada por principios morales, entonces no es una acción moral.)

Cuando has actuado mal ¿lo has hecho de mala fe o porque no sabías
las consecuencias que iban a tener tus actos?
Cuándo te sientes dolido por las acciones de otros
¿crees que actúan con mala intención?


El realismo político de Maquiavelo 

 “realismo político”
y se le atribuye la defensa de una política sin moral,
una política basada en la voluntad de retener el poder a cualquier
precio. 
 ¿Quién fue Maquiavelo?

 Nicolás Maquiavelo vivió
los años de mayor apogeo de la cultura florentina.
Fue canciller de la República de 1498
 a 1512, año en que la República es derrotada
y Maquiavelo es destituido y obligado a vivir en el ostracismo
hasta el final de su vida. Reducir la obra de Maquiavelo a unos cuantos
tópicos descontextualizados es injusto.

Sus dos obras fundamentales son El Príncipe y los Discursos
sobre la Primera Década de Tito Livio. El móvil de las dos obras
es el mismo: extraer de la historia y de la propia experiencia
política, las lecciones necesarias para entender
 las debilidades de las repúblicas renacentistas
y sentar las bases del Estado moderno. No se trata sólo
de consejos realistas para el gobernante, su obra es también
una profunda defensa del ideario republicano.
La preocupación principal de Maquiavelo es la instauración
de un “orden nuevo”, de un nuevo Estado. En El Príncipe intenta
averiguar las causas del hundimiento de otros principados
para aprender de los errores cometidos y construir un “principado
nuevo”. 

Para sostener el nuevo orden, será preciso saber combinar
la virtud y la fortuna. La fortuna es una amenaza permanente
 pero es posible dominarla, es decir, es posible adaptarse
a la “condición de los tiempos”. 

El Príncipe no es una teoría política,
 es un manual de técnica política. Las virtudes del gobernante
no son buenas en sí mismas, sino porque producen las consecuencias
deseadas. No es necesario que un príncipe mantenga todas las
cualidades que se le suponen, lo que importa es que “parezca tenerlas”.
No siempre será bueno ser honrado, decir la verdad ni ser amable,
pero sí es bueno parecerlo. 

 La escisión entre política y moral,
la dureza de su realismo político, es la misma que inspira
la moral luterana: la maldad de la naturaleza humana.
Por ello, recurre con frecuencia a la historia,
porque en ella aparecen las constantes de la naturaleza humana, 
las innovaciones de la modernidad a partir de la lectura
y la enseñanza de los antiguos, ya sea la crisis de la república
de Florencia o la posibilidad de reformar una república popular
arruinada por la corrupción. 

 Maquiavelo ha sido rescatado
por el republicanismo contemporáneo en su crítica al liberalismo
y a su incapacidad de proponer una libertad basada en la participación
 y cooperación ciudadanas.

 En resumen, para Maquiavelo lo
que importa es el fin, no los medios. Esto puede ser más o menos
justificable en política pero ¿pensáis que éticamente
se puede justificar hacer algo malo si es por un buen fin?


Muchas veces no somos conscientes de que actuamos maquiavélicamente,
simplemente estamos tan obsesionados por lograr algo
que no pensamos que estamos haciendo mal a alguien.
¿Alguna vez te ha pasado? 
¿Has actuado mal porque era necesario
para lograr algo que te parecía más importante?


Las utopías renacentistas



 En el renacimiento, muchos autores pensaron en cómo sería
una sociedad ideal y muchos de ellos,
creyeron que eliminar la propiedad privada era el mejor camino
para garantizar la igualdad de todos los seres humanos.

¿Qué rasgos en común tienen las utopías renacentistas?

Estos ideales de sociedad o de estado, que tienen un antecedente
en la República de Platón, reciben el nombre de utopías.
Las utopías tienen en común dos rasgos:
primero, describen sociedades que están fuera del mundo,
en ningún lugar. Y, segundo, se trata de sociedades cerradas,
sin contaminación exterior, inmóviles y férreamente ordenadas.
Son las obras opuestas a Maquiavelo. En lugar de hablar
de problemas concretos, piensan en mundos ideales
a los que poder aspirar

Tomás Moro
inauguró el género de las
utopías renacentistas. Moro fue lo que hoy llamamos un hombre
del renacimiento: fue teólogo, político, escritor, poeta, traductor,
profesor, juez y abogado. Y, al igual que Sócrates, dio su vida
por defender sus ideas.

 Enrique VIII le pidió que firmara
un documento antipapista para justificar la separación de
la iglesia anglicana y poder divorciarse de Catalina de Aragón.
Moro ya sabía ya sabía cuál era el precio de decir no
a Enrique VIII: fue decapitado. 

 Utopía, de Tomás Moro, puede considerarse
como el primer esbozo moderno del ideal comunista.
Tomás Moro, fascinando por las crónicas del Nuevo Mundo,
ve en la abolición de la propiedad privada la condición necesaria
para alcanzar la igualdad. Moro era cristiano y parece que quiso
reinventar algo similar a lo que fueron las primeras comunidades
cristianas. 

Casi un siglo después de Utopía de Tomás Moro,
Tommasso Campanella escribió La ciudad del sol. En ella presenta
una sociedad jerarquizada donde un orden autoritario y una rígida
burocracia establecen una organización sin clases sociales.
No hay explotación ni afán de lucro, no hay ricos ni pobres.
Existe una comunidad de bienes y de mujeres.
Está prohibida la propiedad privada, por lo que nadie desea
lo que no tiene y todos tienen lo que necesitan.
Campanella, al igual que Moro, buscaba un cristianismo
más auténtico, un comunismo gobernado por una estructura teocrática;
un orden político estructurado a la manera de un sistema solar,
del que irradian el Estado y la organización administrativa.

Una utopía bien diferente es la de Francis Bacon.
Bacon fue el introductor del método científico
de observación de la realidad en el pensamiento moderno.
Despreció el estudio de los filósofos clásicos, que no hacían
avanzar el conocimiento como sí podría hacerlo la investigación
directa de los hechos. 

 En la utopía de Bacon se logra la felicidad
a través del desarrollo de la ciencia. Su obra, la Nueva Atlántida,
 es la historia de una civilización cristiana que no
ha sufrido la influencia embrutecedora de los filósofos
y se ha dedicado a desarrollar la ciencia.


Hobbes: la ética del miedo



Lo que plantea Federico recuerda mucho a la famosa frase de Thomas Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”.
La ética de Hobbes está basada en el miedo;
en un pacto entre enemigos para evitar la mutua destrucción.

¿quién era Hobbes? 

 Thomas Hobbes, hijo de un vicario inglés, estudió
filosofía en Oxford, donde descubrió la mecánica de Galileo
y el rigor de las ciencias empíricas. Conoció a Francis Bacon,
que le contagió el desprecio por la metafísica.
Como uno de los autores más representativos de la modernidad,
sitúa al individuo en el centro de su pensamiento filosófico.
Dios pasa a un segundo plano y la moral deviene humana.
El problema que se plantea Hobbes es cómo conciliar el interés
común con los intereses particulares de cada individuo.
Hobbes defiende que el bien común jamás se ha conseguido
por la buena voluntad de los seres humanos, sino por el miedo.
Para conseguir preservar el orden social es necesario un Estado
poderoso al que todos obedezcan. Es necesario un orden social
que proteja a los individuos y evite que se destruyan
entre sí, cayendo en una supuesta “guerra de todos contra todos”.

Hobbes cree que al igual que la ciencia descubre las leyes
de la naturaleza por medio de la observación,
las leyes del comportamiento humano deben basarse en la observación
de los pensamientos y deseos que guían la acción del ser humano.
De esta forma, se pueden descubrir unos universales en la moral;
que para el inglés, se concretan en el derecho de toda persona
a la autodefensa y en la prohibición de hacer daño al otro.
Hobbes habla de un “estado de naturaleza”, que es una situación
hipotética en que los individuos viven en estado salvaje,
siguiendo sus impulsos más primarios. En ese “estado de naturaleza”,
 “el hombre es un lobo para el hombre”, es la guerra de todos
contra todos. 
Para Hobbes, la libertad nos llevaría a la autodestrucción.
Para impedirlo, hay que construir un poder artificial, el Estado.
Las leyes y las instituciones políticas son necesarias para
restringir la libertad y, de esta forma, velar por la seguridad
de las personas. Si los individuos evitan caer en el estado
de naturaleza solo lo hacen por egoísmo,
porque temen la muerte. La finalidad de conservar la vida
se sustancia en el “contrato social”, entendido como un pacto
entre enemigos. 

 El contrato social sirve para explicar la convergencia
de los intereses individuales y el bien común,
la transferencia de derechos entre el poder estatal y los súbditos,
que entregan al soberano parte de sus derechos a cambio
de menos libertad y más seguridad. 

La teoría del contrato social
de Hobbes pone los cimientos del concepto liberal de la libertad:
la libertad entendida como el poder hacer todo aquello
que no está prohibido por la ley; es decir, la libertad negativa.
Que el fundamento del comportamiento ético sean el miedo y la ambición
humanas es un poco inquietante. Estamos diciendo que lo más
importante de una sociedad es la represión.


 Spinoza: la ética de la alegría


 Hubo un filósofo muy peculiar, Spinoza,
que planteó una ética que se basaba precisamente en la alegría.
De alguna forma, si nos queremos a nosotros mismos debemos sentir amor
también por los demás, ya que ellos son imprescindibles,
no sólo para nuestra felicidad sino para nuestra propia supervivencia.

¿Quién fue Spinoza? 
 Baruch Spinoza nació en 1632
en Amsterdam, en el seno de una familia
de judíos sefarditas que se exiliaron en Holanda.
Sus discrepancias con la ortodoxia judía se tradujeron
en su expulsión de la sinagoga. Spinoza es un filósofo inclasificable
y su ética no se parece a ninguna de las que le precedieron.
La filosofía de Spinoza es monista, es decir,
rechaza la existencia de dos sustancias.
En el caso del individuo, no hay separación entre cuerpo
y alma. Y en el caso del mundo, Dios y la naturaleza son lo mismo;
Dios es todo. 

Si todo es Dios, no hay ninguna finalidad que deba cumplir
para perfeccionarse, no tiene sentido que el fin del hombre
sea buscar la felicidad. La idea de perfección queda eliminada,
pero si la realidad es ya perfecta ¿para qué hace falta una ética?

Para Spinoza, la ética se basa en el conocimiento;
en comprender que no podemos ser otros que los que somos.
Nuestro deber es conocer nuestra posición en la naturaleza
y las causas de nuestras imperfecciones
y, tras haberlo comprendido, aceptarlo. En ese conocimiento consiste
la felicidad. 
 Es una conclusión muy estoica,
seguramente te estarás preguntando si la ética es únicamente
aprender a resignarse o es una guía para mejorar.
El caso es que para Spinoza mejorar no significa nada,
porque todo transcurre según la necesidad de la naturaleza;
nada es mejor o peor, nada es bueno o malo. 

Lo que nos mueve a actuar
es el deseo, y el deseo fundamental es el “deseo de perseverar
en el ser”. Los deseos no son buenos ni malos.
Si sentimos algo es porque está en nuestra naturaleza.
Spinoza desmonta todas las éticas anteriores, que han definido
el bien y el mal como algo que está fuera de nosotros, como
algo que debemos desear o evitar.

 Para Spinoza es al revés.
El deseo es primero y siempre se desea algo bueno.
Luego vendrá el juicio, que quizá muestre que estábamos
equivocados, y lo que parecía bueno o útil en realidad
no lo era. 

Spinoza define los afectos, los sentimientos,
en función de la alegría o tristeza que provocan.
El amor, la esperanza o el contento de sí mismo son afectos alegres;
mientras que el odio, el miedo o el arrepentimiento son afectos
tristes. El sujeto debe luchar por conseguir
los afectos adecuados. 

Es necesario el autoconocimiento y conocer
las causas de nuestras afecciones, para que se produzca
más alegría que tristeza. La guía de la ética es la alegría,
un afecto, no un principio racional. El bien debe desearse para
que nos mueva a actuar, no basta conocerlo.
Para tener más afecciones alegres necesitamos interactuar
con otros seres humanos. Lo que funda la sociedad, por tanto,
no es el miedo, sino la esperanza. El Estado, para Spinoza
no es un artificio, como decía Hobbes, sino una continuación
del estado de naturaleza. Frente a Hobbes, que defiende que la sociedad
merma la libertad del individuo, Spinoza
ve en la organización política la mejor forma de afianzar
la libertad. 

El ser humano libre es el sabio capaz de ver que
sus deseos y aversiones son causados por su propia constitución
y por su experiencia. Lo que plantea Spinoza es muy profundo:
la interacción con otras personas no limita nuestra libertad,
sino que la amplía, porque nos permite conocernos mejor.


Tolerancia religiosa


 La tolerancia religiosa y la separación entre la Iglesia
y el Estado constituyen grandes logros de la modernidad.
Para entender la justificación ética de la tolerancia religiosa
vamos a acudir a dos autores: Spinoza y Locke.

No podemos olvidar que ambos vivieron las guerras de religión
que arrasaron Europa durante los siglos XVI y XVII.

En el caso de Spinoza, ya hemos visto cómo defiende que Dios
y naturaleza son la misma cosa. Por lo tanto, es un error pensar
que podemos entender el orden de la naturaleza,
pues los atributos de Dios son infinitos e incognoscibles
en su totalidad. Es imposible conocer la verdad absoluta.

Si partimos de que no conocemos la verdad,
debemos ser muy respetuosos con la religión y el pensamiento
de los demás. Pero Spinoza va más allá.
Para él, lo importante no es el conocimiento
de lo que hay fuera, de las leyes de la naturaleza o las leyes
divinas, sino que lo más importante es el autoconocimiento.
Por tanto, no hay ni necesidad, ni justificación para la intolerancia
religiosa. 

John Locke también contribuyó a difundir la idea
de la tolerancia religiosa. Procedente de una familia de la clase
acomodada británica, a los veinte años ingresó en Oxford,
y en 1660 fue expulsado por su compromiso
político. Fue testigo directo de la revolución inglesa
 de 1688, que abolió los derechos divinos
del rey y estableció el predominio del Parlamento en el sistema
político. 

 Es considerado uno de los padres fundadores del pensamiento
liberal. Las revoluciones norteamericana y francesa o la independencia
de las repúblicas latinoamericanas son herederas del pensamiento
de Locke. 
Locke establece la libertad individual como el elemento
fundamental de la sociedad civil. El poder político no se justifica
a partir de herencias o privilegios reales,
sino de un pacto o contrato entre todos los seres humanos.

El énfasis puesto en la libertad individual conduce a Locke
a la defensa de la tolerancia religiosa.
Pensaba que la fe, entendida como la verdad absoluta,
era un inconveniente para la convivencia. Locke, como Spinoza,
también creía que la verdad absoluta era inalcanzable;
ya que el conocimiento humano es finito.

Tanto Locke como Spinoza establecen las bases del proceso de secularización
religiosa, que se extiende hasta hoy, en el que la fe es un asunto
privado que debe ser separado de lo público.
Para Locke, el principio cristiano del amor se compagina mal
con la guerra y las persecuciones religiosas.
Locke también tiene una visión muy íntima de la religión.
Para él, solo es posible alcanzar la salvación religiosa
por el convencimiento propio y no por la imposición de otros.
Siendo un asunto privado, al Estado no le interesa la religión,
solo le interesa la paz y la seguridad;
y la mejor forma de lograrlas es a partir del reconocimiento
de la libertad religiosa. 

 No obstante, el propio Locke habla
de que el Estado debe establecer las fronteras
que las religiones no deben traspasar. Está claro que la frontera
entre lo privado y lo público es difusa.
¿Creéis que es realmente posible la convivencia entre diferentes
religiones? ¿Crees que las religiones pueden ser tolerantes?

Como muestra la conversación entre Simona y Federico,
este es un tema muy delicado. Por un lado, la tolerancia es uno de
los pilares de nuestra sociedad. Por otro lado, convivimos
con personas cuyas acciones no son tolerantes.
¿Crees que la tolerancia debe tener límites?
¿Dónde pondrías esos límites?


Locke: el primer liberalismo



Como se deduce de esta conversación entre Simona y Federico,el hecho de necesitar dinero para vivir es un problema para
tomar decisiones éticas. Esta es una de las contradicciones
intrínsecas de nuestra sociedad. Por un lado, el derecho
a la propiedad privada es fundamental para que exista la libertad
individual. Pero, por otro lado, la propiedad privada implica
que haya desigualdades y, además, nos hace ser egoístas.

Vamos a retomar a Locke, porque su ética se basa en la defensa
de la libertad individual como elemento fundamental de la sociedad
civil. Y dentro de los derechos individuales, Locke sitúa
a la propiedad privada como el derecho natural por antonomasia.
Esta es la idea central del liberalismo político, desde Locke
hasta nuestros días. 

 Junto a Hobbes, Locke es uno de los principales
defensores de la teoría del contrato social.
La filosofía de Locke pretende legitimar la autoridad política
y establecer sus límites. Al establecer la libertad individual
como elemento fundamental de la sociedad civil,
Locke se opone a la idea patriarcal del poder,
propia de la monarquía y del conservadurismo político.
Para Locke, el poder político no se justifica a partir
de herencias o privilegios, sino de un pacto o contrato entre todos
los seres humanos. Cualquier usurpación arbitraria del poder,
no consentida por los gobernados, debe ser rechazada en nombre
de la libertad y de la igualdad. 

 El derecho de propiedad
se convierte en el fundamento moral del Estado.
El principal deber del estado es garantizar los derechos individuales
de sus ciudadanos. Para Locke, ser libre significa tener capacidad
de poseer, empezando por la posesión de la propia persona
sobre sí misma y sobre el fruto de su trabajo.
Este derecho natural debe tener una regla de uso:
que cada uno se apropie solo de lo que pueda necesitar
y usar, como defiende Simona. Mientras esta regla se cumpla,
el derecho de propiedad será justo. Si, por el contrario,
la codicia de algunos deviene acumulación de riqueza,
el derecho de propiedad acabará convirtiéndose en el responsable
de todas las desigualdades. 

 Para evitar que el derecho de propiedad
sea fuente de injusticias, es necesaria una sociedad política
que legisle y ordene lo que por la ley natural es indiscutible.
Locke, como Hobbes, defiende la idea de un contrato social,
pero por motivos distintos. En Locke no es el miedo y la ambición
lo que fundamenta su contrato, sino una tendencia natural hacia
el orden social. 

Esta teoría no está libre de contradicciones,
por ejemplo, en esa época la mayoría de la población inglesa
no era propietaria y existía la esclavitud.
La libertad, por tanto, es privilegio solo de los propietarios.
Una libertad entendida como propiedad termina justificando
la acumulación de la riqueza y las desigualdades.
¿Es inevitable esta contradicción? ¿Es posible compatibilizar
la libertad y la igualdad?

 En Locke la idea de justicia apenas
aparece en sus textos. La política se justifica por la protección
de la propiedad, pero no de la justicia distributiva.
Parece, por tanto, que también existe una contradicción entre
 libertad y justicia. ¿Estarías dispuesto a renunciar a tu libertad
de acumular para vivir en una sociedad menos desigual?
Cuando pagamos impuestos estamos contribuyendo a la redistribución
de riqueza. ¿Te molesta pagar impuestos?

Hume: el sentido moral


 ¿Cuál es el fundamento
de los actos éticos? ¿Se pueden justificar racionalmente? ¿O hay que
apelar a los sentimientos? Hemos visto en otros temas, cómo resulta
muy difícil justificar racionalmente las decisiones éticas.
David Hume se dio cuenta de que personas como Simona quieren
ayudar a su prójimo y no necesitan una justificación racional;
lo hacen movidas por un sentimiento. 

 ¿quién fue David Hume?

David Hume fue la figura más relevante de la Ilustración
británica. A diferencia de la Ilustración francesa y alemana,
marcadamente racionalistas, la Ilustración británica es empirista.
Hume busca en la naturaleza humana y en la experiencia los fundamentos
del conocimiento y de la moral. Y encuentra, que precisamente, el
sentimiento es el fundamento de la moral.
Hume defiende que los juicios morales no son racionales,
puesto que, la razón no motiva la acción.
“La moral se siente, no es objeto de juicio”, dirá Hume.
La razón sirve para descubrir la verdad,
pero no nos mueve a actuar. Esta tesis aleja a Hume del pensamiento
dominante de su época. 

Hume cuestiona la relación entre
la realidad tal como es y la percepción que tenemos de ella.
El lenguaje de la moral tiene una lógica diferente del lenguaje
descriptivo. Los juicios descriptivos se expresan
 mediante un “es” (este boli es negro), mientras que los juicios
 de valor se expresan mediante un “debe”; por ejemplo, "No se debe matar".
Al decir: “no se debe matar”, no describimos un hecho,
sino que expresamos un sentimiento de no aprobación.
Para Hume, no hay conexión lógica entre los hechos
y su valoración; el “debe” no se deduce lógicamente del “es”.
Hume cree que ningún filósofo se ha preocupado de explicar
esa deducción falaz. 

 Lo que se produce ante la percepción
de un hecho es un sentimiento de aprobación o desaprobación
con respecto al hecho en cuestión. De ese sentimiento, nacen
las normas morales: a lo que aprobamos lo llamamos “virtud"
y a lo que desaprobamos “vicio”.
Para Hume, todo se explica a partir de la simpatía y de la utilidad.
La simpatía es un sentir común del que se derivan sentimientos
como la compasión y la benevolencia. Mientras que la utilidad
nos lleva a aplaudir lo conveniente y a censurar lo que no es beneficioso.
Si el sentido moral es intrínseco a la naturaleza humana,
 ¿para qué necesitamos normas morales y leyes?
¿Por qué tenemos normas y leyes diferentes?
Hume discrepa de la tesis del contrato social.
El poder político nunca surge de un consentimiento mutuo,
sino de “la conquista, la usurpación y la sumisión involuntaria”.
La justicia procede del sentido moral, pero no es una virtud
natural, es artificial. La justicia se justifica por su utilidad;
la virtud de la justicia, por tanto, determina las leyes
que conviene obedecer por su utilidad al conjunto de la sociedad.
En Hume, la justicia se fundamenta por la escasez de recursos
que impide que todos tengan sus necesidades cubiertas.
Por ello, la justicia actúa en beneficio de la sociedad,
de la seguridad y del orden. 

 La ética de la modernidad
es una ética de los deberes, a diferencia de la ética antigua,
que era una ética de las virtudes. Hume resuelve el problema
de una ética peligrosamente subjetiva apelando a la necesidad
racional y sentimental de la virtud de la justicia.
¿Por qué crees que debemos tener normas morales?
¿Por utilidad, para no vivir en una sociedad insegura, sin reglas?
¿O bien porque debemos actuar de acuerdo a nuestros sentimientos?
¿Te has parado a pensar en qué basas tus decisiones?
Muchas veces justificamos racionalmente nuestras decisiones,
 ante los demás o ante nosotros mismos. Pero esa decisión
la hemos tomado por un sentimiento, y la justificación racional viene
después, aunque no seamos conscientes de ello.
Piensa un poco en una decisión importante que hayas tomado
últimamente ¿realmente fue una decisión racional?


Rousseau: el individuo contra la sociedad


Rousseau ya se planteó esta contradicción.
Creía que el hombre es bueno por naturaleza y que la sociedad
 es la causa de todos los males. En el estado salvaje, el hombre
es bueno, precisamente porque no es social ni sociable.
En el estado natural, el ser humano no crece ni madura, no deja
de ser niño. 

Jean-Jacques Rousseau fue el filósofo más original de
su generación; un ilustrado que renegó de los principios fundamentales
de la Ilustración. Para indagar en la naturaleza del ser humano,
lo que hizo fue seguir un método introspectivo y descubrió
 que la naturaleza humana está distorsionada por las instituciones
sociales y políticas. 

Con la aparición de la agricultura
y la ganadería, los humanos empiezan a agruparse en sociedades
cada vez más complejas y nace la desigualdad.
Para Rousseau, la propiedad privada es el origen de todos los males,
especialmente de la dominación entre seres humanos.
La aparición de la propiedad privada es un hecho histórico,
no natural. Rousseau trata con reticencia las leyes que protegen
la propiedad privada, porque cree que es exclusiva
de los ricos. No aboga por eliminar la propiedad privada,
pero defiende su regulación para que su distribución
sea más justa. 

Las leyes son necesarias para regular las pasiones,
pero, al mismo tiempo, son causa del desorden
que provocan las propias pasiones. Lo peor de vivir en sociedad
es que el individuo deja de seguir a su auténtico ser
porque vive de cara a los demás y necesita el reconocimiento
de los otros. 

 Para Rousseau, es necesario establecer un auténtico
contrato social, un contrato entre el pueblo y los dirigentes
que ha elegido; contrato que originará la verdadera política.
Para ello, es clave que la voluntad general se imponga
al egoísmo individual. La voluntad general, idea clave para entender
 la democracia, no equivale ni a la voluntad de todos,
todos ni a la voluntad de la mayoría. 

 Una suma de voluntades particulares
movidas por intereses egoístas no da como resultado
 la voluntad general. La voluntad general debe representar
la visión común del bien social. Cuando no se encuentra este bien común,
lo que acaba imponiéndose es el interés del más fuerte
o de la mayoría. Lo que decide la mayoría no es siempre es el bien
común. 

 Para resolver este conflicto intrínseco a la democracia,
Rousseau recurre a los principios que posteriormente desarrollarán
las éticas procedimentales: la voluntad general surgirá
de un pacto social que permita la participación de toda la ciudadanía
en la elaboración de las leyes. Y para que los ciudadanos participen
pensando en el bien común y no en sus intereses particulares,
la educación es fundamental. 

 En la educación Rousseau también
encuentra contradicciones. Por un lado, quiere salvar lo natural
que hay en el niño, pero también es necesaria su integración
social. ¿Qué pensáis? ¿Es posible lograr una educación que haga
prevalecer el bien común? Si somos buenos por naturaleza,
como dice Rousseau, será posible, pero ¿y si el hombre es un lobo
para el hombre, como afirmaba Hobbes? J.: Rousseau nos habla de una de
las contradicciones de la democracia. Lo que decide la mayoría
no es la voluntad general. ¿Se te ocurre alguna forma de mejorar
nuestras democracias actuales? La voluntad general se impone
si se cumplen dos condiciones: una, la participación de toda
la ciudadanía; y, dos, esta participación debe buscar el bien
común. ¿Son compatibles estas dos condiciones?
 ¿Tú participas en democracia pensando en tus intereses o en el bien común?


Kant I: ¿qué puedo conocer?



Esto no es un problema ético, pero es un problema filosófico que debemos abordar si queremos entender a Kant,
posiblemente el autor más importante para entender la historia
de la ética. La primera pregunta que se hace Kant es:
¿qué puedo conocer? 
Si sólo puedo conocer a partir de la experiencia,
que es subjetiva, ¿dónde está la objetividad?

La respuesta de Kant es “si bien todo conocimiento comienza
en la experiencia, no todo procede de la experiencia”.
De esta forma, sintetiza el racionalismo y el empirismo.
El sujeto, al conocer, aporta unas “formas de la sensibilidad”,
como el espacio y el tiempo, y también aporta unas “categorías
del entendimiento”, como la causalidad.

 El espacio, el tiempo
y la causalidad son elementos a priori de la experiencia
que condicionan la manera de conocer del ser humano. De esta forma,
en el conocimiento, Kant da más importancia al sujeto
que conoce, que a la realidad que es conocida.
Kant dice que incluso somos capaces de emitir juicios que
no dependen de la experiencia a los que llama juicios “sintéticos
 a priori”. Por ejemplo, “dos más dos son cuatro”
o “todo efecto tiene una causa”. Estos son juicios necesarios, siempre
se cumplen, y, por tanto, no derivan de la experiencia.

Las leyes, ahora hablamos de las leyes físicas y no de las morales,
son necesarias porque están en la mente que conoce, y no fuera
de ella; y, por ello, hacen que los juicios del sujeto sobre
el mundo sean objetivos. Kant no se refiere a ningún sujeto
concreto, sino al sujeto cognoscente en abstracto.
Este sujeto es el “sujeto trascendental”, núcleo de toda la filosofía
kantiana.

 Lo interesante es que Kant empieza preguntándose
¿qué puedo conocer? Y descubre que la razón siempre quiere
ir más allá; siempre quiere ir más allá del conocimiento de la realidad
empírica. Lo que realmente nos gustaría conocer
es si nuestra voluntad es realmente libre,
si tenemos un alma inmortal y si Dios existe.
Y el interés de la razón en todos estos temas es un interés
práctico, es decir, ético. 

La pregunta “¿Qué puedo conocer?” ha dado
paso a esta otra: “¿Qué puedo hacer?”. La respuesta llevará a hablar
igualmente de leyes, pero ahora sí se trata de leyes morales.
Las leyes físicas se cumplen necesariamente, pero las leyes morales
pueden ser obedecidas o desobedecidas. 

 Esta diferencia es
la clave de la ética kantiana. Por un lado,
si estuviéramos obligados a cumplir las leyes morales no habría
libertad y sin libertad no hay ética. Pero por otro lado,
si no hay ninguna obligación de cumplir las leyes morales,
no tienen sentido ni la ética ni la moral. ¿Cómo resolvemos
este dilema? ¿Cómo piensas tú que podríamos compaginar la libertad
y el deber? 

¿Crees que eres libre de romper con las leyes morales?
Seguro que hay normas que puedes saltarte pero también estoy
 seguro de que hay límites que no puedes pasar:
el incesto, la pederastia, el parricidio… seguro que preferirías
morir antes de cometer alguno de estos actos tan reprobables.
¿Eso quiere decir que no eres libre? ¿Por qué tú no puedes hacerlo
y otros sí que pueden?


Kant II: ¿qué debo hacer?


Para Kant, como defiende Federico, no es lo mismo actuar “conforme
 al deber” que “actuar por deber”. Actuar por deber no es actuar
motivado por el sentimiento, la inclinación o los resultados
de la acción, sino actuar “por respeto a la ley”.
La ley moral, para Kant, tiene la forma de lo que él llama
imperativo categórico. 

Mientras el imperativo hipotético es
el mandato de algo con vistas a obtener un fin,
el imperativo categórico es un mandato absoluto,
no condicionado por ningún propósito. El imperativo
de la moralidad es categórico, es inherente a la razón y es universal.

Kant ofrece tres fórmulas del imperativo categórico,
la primera es la llamada fórmula de la universalidad:
“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo
tiempo que se torne ley universal”. Es decir,
tienes una gran responsabilidad en cada acto que realizas, porque
admites que todo el mundo debería hacer lo mismo que tú.
La ley moral, por tanto, debe ser universal.

La segunda fórmula del imperativo categórico
es la de la dignidad (o humanidad) de la persona.
“Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona
como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo
tiempo y nunca solamente como un medio”. Es decir,
el respeto a uno mismo y al otro es el deber moral supremo
que ha de servir de criterio para todos los demás deberes.
No tratar nunca al otro solo como un medio, sino verlo como
un fin en sí mismo, significa respetar la dignidad de cada persona
y de toda la humanidad. Querer a la humanidad en sí misma convierte
a la voluntad en una voluntad buena. La voluntad buena es la que
se quiere a sí misma como voluntad racional
y que quiere también la racionalidad de todas las voluntades.
Kant completa su análisis con una tercera fórmula
que indica cómo debe concebirse a sí mismo el ser racional:
“La idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad
universalmente legisladora”. De esta forma, Kant asume la autonomía
de la voluntad; es decir, la ley moral no puede depender de otras
leyes (religiosas, legales o de cualquier otra autoridad que
sea ajena a la razón). 

 Pero esto supone un problema,
¿cómo es posible armonizar las voluntades si cada uno
construye su propia ley? Para aclarar este punto, Kant recurre
a lo que él denomina “reino de los fines”.
A pesar de sus diferencias individuales,
todos los seres racionales están unidos por una ley común
que los obliga a verse a sí mismos como fines.
El reino de los fines, por tanto, se presenta como la voluntad
unificada de toda la humanidad, guiada por el imperativo
de una ley universal y racional. 

 Recuerda la primera fórmula
del imperativo categórico: Obra sólo según una máxima tal que puedas
querer al mismo tiempo que se torne ley universal.
¿Cuántas cosas harías de otro modo si tuvieran que ser leyes universales?
¿Cómo cambiaría el mundo si recordáramos esta frase un par
de veces al día? ¿Cómo cambiarías tú? 

 La segunda fórmula del imperativo
categórico también es muy potente: toda persona es un fin
en sí misma, no es un medio. Piensa en las personas que te
rodean, en las personas que más quieres. ¿Puedes decir que no las has
usado nunca como medios para conseguir algo?
¿Para aumentar tú autoestima, por ejemplo?
¿Merece la pena lo que has conseguido en comparación
 con la dignidad de un ser humano?


Hegel: la ética del estado 


 La crítica que hace Hegel a Kant
se basa en su excesiva abstracción, que olvida los casos particulares;
y, en realidad, lo único que existe son los casos particulares.
Hegel representa la revolución contra el pensamiento ético
individualista y abstracto que culmina con Kant.

Hegel es el principal representante del idealismo alemán,
una corriente filosófica que defiende que la filosofía
es historia, que los conceptos filosóficos y morales son históricos
porque surgen de las costumbres. Son históricos en el sentido
de que son reales y cambiantes. A diferencia de los principios
abstractos, los principios históricos existen y gozan
de una legitimidad real.

 El principal problema de la moral kantiana
no es que no se pueda cumplir, sino que su carácter abstracto
y formal excluye las contradicciones del ser humano;
contradicciones que son, precisamente, las que provocan los conflictos
morales. La historia para Hegel es la superación de conflictos
y contradicciones; superaciones que representan el devenir
del progreso histórico. 

Hegel concibe la historia de la humanidad
como un proceso lógico y racional del espíritu
hacia el Absoluto, a través de distintas etapas que se suceden
unas a otras dialécticamente. A través de las distintas etapas,
el espíritu subjetivo toma conciencia de sí mismo,
la sensación deviene entendimiento y, finalmente, alcanza la razón.
Tras esta visión de la historia está la idea de progreso.
Para Hegel, es necesario trascender las dualidades kantianas,
como “ser” frente a “deber ser”, para alcanzar la reconciliación
a través de un pensamiento dialéctico e histórico.
La dialéctica de Hegel demuestra cómo las contradicciones
se van superando para dar lugar a otras nuevas.
La moralidad abstracta no tiene sentido,
el derecho y la moral deben basarse en algún tipo de interés.
El desinterés es irreal. Es inútil buscar el fundamento de la moral,
porque la moral carece de fundamento; todo lo que existe tiene
una razón de ser y todo camina hacia el progreso.
La ética no se realiza en abstracto, sino en la familia,
en la sociedad civil y en el Estado; en el seno, por tanto,
de los componentes de la vida social moderna. Al eliminar la abstracción
de Kant, Hegel desplaza el centro de la ética del individuo
a la sociedad. Para Hegel, el individuo en solitario no es racional
porque su subjetividad se lo impide. 

 Hegel cree que el cometido de la filosofía moral no es moralizar ni intervenir
 en el mundo para cambiarlo, sino comprenderlo e interpretarlo.
Precisamente, la principal crítica que recibe la concepción
ética de Hegel es la identificación de la ética con lo establecido,
que parece impedir cualquier crítica de la moral dominante.
La ética de Hegel es más sociología de la moral que propiamente
una ética. 

 Para Hegel, no es suficiente constatar que cualquier
orden social es inadecuado, porque no es ni totalmente libre
ni totalmente racional, ya que para él, la sociedad libre y racional
no existe, pero existirá. Un final redentor, herencia cristiana,
será la culminación del devenir histórico.
Kant y Hegel se centran en dos principios básicos
de la ética. Por un lado, Kant plantea una moralidad universal y,
por otro lado, Hegel piensa que lo importante es la capacidad
crítica para estudiar casos históricos concretos.
¿Son realmente dos posiciones opuestas? ¿Podemos prescindir
 de alguna de las dos? 

 La idea del progreso de la humanidad como superación
de conflictos y contradicciones es muy interesante.
¿Crees que es aplicable también a una persona?
¿Crees que la superación de tus propios conflictos internos
es el verdadero progreso que puedes lograr?
¿Es más importante, por ejemplo, que el progreso económico?

Marx: la moral como ideología



Karl Marx fue el primero en descubrir que la moral tradicional,
con sus ideales de justicia y libertad, en realidad es un mecanismo
de dominación. Podemos estar o no de acuerdo con el comunismo,
 pero las contribuciones de Marx a las ciencias sociales
son indiscutibles. En primer lugar, como nos advierten Federico
 y Simona, las leyes morales que sentimos como nuestras
no son neutrales, sino que reflejan los intereses de la clase dominante.

Estaréis de acuerdo en que el valor fundamental
de nuestra sociedad es la libertad. Pues esto es un engaño,
porque la libertad se ejerce a través de la propiedad privada
y sólo unos cuantos poseen la mayoría de los bienes.
Aquí introducimos el concepto de alienación,
con esta idea Marx pone de manifiesto que nuestras ideas
están influenciadas por una ideología dominante,
aunque no seamos conscientes de ello. 

 El modo de producción
capitalista escinde la sociedad en dos clases opuestas:
la de los propietarios de los medios de producción
y la de los trabajadores. Los trabajadores viven alienados porque aceptan
como suyos valores que justifican su dominación.
Por ejemplo, la religión, como ideología dominante,
dice a los trabajadores que no se preocupen si su vida es miserable,
porque recibirán su recompensa tras la muerte,
en el reino de los cielos. 

 Marx se opone a los conceptos
moralizantes (justicia, deber, moral) porque cree que solo sirven
para enmascarar la injusticia y la inmoralidad.

 Pero… ¿cómo nos liberamosdel engaño? ¿Cómo evitar estar alienados? Aquí tenemos que teneren cuenta otra de las grandes aportaciones de Marx: el materialismo
histórico. 
Según el materialismo histórico, los valores
de la sociedad, las normas morales, incluso las instituciones
como el Estado y la religión, son un reflejo del sistema económico.
Es decir, no podemos intentar salir de la alienación cambiando
el sistema ideológico porque toda moral nacida en una sociedad
de clases reflejará los intereses de la clase dominante.
Solo en las sociedades sin clases sociales se podrá hablar
de personas libres e iguales. La solución no es castigar el crimen
 ni las malas acciones, la única solución es destruir las condiciones
que los propician. Para Marx, por lo tanto, solo hay una solución:
la revolución. 

 De esta forma, Marx lleva a cabo una transformación
radical de la filosofía de su maestro, de Hegel.
Marx decía que los filósofos habían perdido el tiempo, porque
no habían hecho otra cosa que interpretar el mundo de diferentes
maneras, pero él pretendía algo mucho más ambicioso.
Él quería transformar el mundo, y no cabe ninguna duda
de que lo logró. 

 Es importante puntualizar que la característica
fundamental de la clase dominante es la posesión de los medios
de producción. Es decir, para Marx, una sociedad sin clases
no es una sociedad sin propiedad privada en la que todo es
de todos. Lo único que es necesario socializar son los medios
de producción, de forma que los trabajadores no se vean desposeídos
del fruto de su trabajo. Otra cosa es cómo se haya
materializado el comunismo en distintos países.
El materialismo histórico es una herramienta imprescindible
para interpretar la historia y el mundo. Por ejemplo, la Revolución francesa
y su lema de “igualdad, libertad,fraternidad”
es el reflejo del ascenso de una nueva clase dominante, la burguesía,
que deja atrás a la nobleza.

¿Qué ejemplos actuales se te ocurren?
¿Qué ideas aceptamos todos hoy, que no son más que el reflejo
de un cambio en las condiciones materiales?
Ganar más dinero, cambiar de coche, comprar una casa,
ser más atractivo, tener más followers, un crucero en el próximo
verano, que mi equipo gane la liga… Seguro que alguna
de estas ideas ha pasado más de una vez por tu mente.
¿De dónde salen? ¿Realmente necesitas eso para alcanzar la felicidad?
¿Hay otras cosas que tienes al alcance de la mano y que te harían
más feliz? ¿Tú también estás alienado? ¿Puedes salir de tu alienación?




Manifiesto del Partido Comunista



Por




K. Marx & F. Engels








Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.


No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.


De este hecho se desprenden dos consecuencias:


La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.


La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido.



Con este fin se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.

















I




BURGUESES Y PROLETARIOS




Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.


Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.


En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y gradaciones.


La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.


Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.


De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.


El descubrimiento de América, la circunnavegación de Africa abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.


El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de cada taller.


Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.


La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.


Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de producción.


A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político. Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.


La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.


Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.


La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.


La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares .


La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.


La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.


La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.


La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.


La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.


La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.


La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de producción, la propiedad y los habitantes del país. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.


En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?


Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y saltaron.


Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.


Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.


Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.


Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.


En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.


La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.


La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.


Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la del coste.


Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.


Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del proletariado.


El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.


Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra los propios instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del obrero medieval.


En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.


Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.


Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.


Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.


Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.


Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas.


Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado; en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.


De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.


Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia para abrazar la del proletariado.


El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.


Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición. Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.


Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.


Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.


Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de su poder.


Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.



La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado sin igualmente inevitables.














II




PROLETARIOS Y COMUNISTAS








¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?


Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos obreros.


No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.


Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto.


Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.


El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.


Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Son todas expresión generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.


Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas constantes.


Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.


Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la explotación de unos hombres por otros.


Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.


Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.


¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.


¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la burguesía?


Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de la antítesis.


Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.


Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.


Hablemos ahora del trabajo asalariado.


El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva.


En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.


En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.


¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa.


Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.


Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La apología del libre tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.


Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.


Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.


Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.


Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.


El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.


Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal.


Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.


Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación y producción material, se hacen extensivas a la producción y apropiación de los productos espirituales. Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir la cultura en general.


Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.


Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.


Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.


¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan escándalo.


Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el lucro privado. Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de los proletarios y en la pública prostitución.


Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de existir el capital, que le sirve de base.


¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación de los hijos por sus padres? Sí, es cierto, a eso aspiramos.


Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación doméstica por la social.


¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.


Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.


¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!


El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la mujer.


No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.


Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.


Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.


En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.


A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad.


Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.


Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.


El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.


Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.


No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.


No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una palabra.


La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la producción espiritual con la material. Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias de la clase imperante .


Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.


Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.


Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política, un derecho.


Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior.


Veamos a qué queda reducida esta acusación.


Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas.


Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no desaparezca radicalmente.


La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.


Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.


Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia .


El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas.


Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.


Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos los países.


Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter más o menos general, según los casos .


1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.


2.a Fuerte impuesto progresivo.


3.a Abolición del derecho de herencia.


4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.


5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.


6.a Nacionalización de los transportes.


7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.


8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.


9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.


10.a Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.


Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia soberanía como tal clase.


Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.







III




LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA









1. El socialismo reaccionario









a) El socialismo feudal


La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también en la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar a la burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído profecías más o menos catastróficas.


Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.


Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero cuantas veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida y bastante irrespetuosa.


Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra, fueron los más perfectos organizadores de este espectáculo.


Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no advierten que esta burguesía moderna que tanto abominan, es un producto históricamente necesario de su orden social.


Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden social heredado.


Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.


Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas, a recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente.


Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales, no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el socialismo clerical.


Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a las instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata.


b) El socialismo pequeñoburgués


La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía. Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.


En aquellos otros países en que la civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces y los domésticos.


En países como Francia, en que la clase labradora representa mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los intereses de los pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la causa obrera con el ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.


Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.


Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.


En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas aspiraciones.



Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.









c) El socialismo alemán o "verdadero" socialismo


La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha librada contra su avasallamiento, fue importada en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo feudal.


Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del país se asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando que con las doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa, para asumir una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y así, mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica” en general, las aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.


La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.


Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.


Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con todo género de insubstanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y así por el estilo.


Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos en las doctrinas francesas, fue bautizada con los nombres de “filosofía del hecho” , “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo”, y otros semejantes.


De este modo, la literatura socialista y comunista francesa perdía toda su virilidad. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.


Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.


En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.


Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán se cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política adecuada, supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.


Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que esos gobiernos recibían los levantamientos obreros.


Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba de una manera directa un interés reaccionario, el interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.


Conservar esta clase es conservar el orden social imperante. Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña la formación de un proletariado revolucionario. El “verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió por todo el país como una verdadera epidemia.


El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía para ese público.


Por su parte, el socialismo alemán comprendía más claramente cada vez que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa baja burguesía.



Proclamó a la nación alemana como nación modelo y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las tendencias “barbaras y destructivas” del comunismo, subrayando como contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por Alemania, con poquísimas excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas .









2. El socialismo burgués o conservador


Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa.


Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya.


Pero, además, de este socialismo burgués han salido verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon.


Los burgueses socialistas considerarían ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que encierran. Su ideal es la sociedad existente, depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.


Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones materiales de vida” la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto.


Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.


¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora! Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del socialismo burgués.



Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora.









3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico


No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).


Las primeras tentativas del proletariado para ahondar directamente en sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada por su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un torpe y vago igualitarismo.


Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).


Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.


Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas que han de determinar la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes sociales.


Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la consideran la clase más sufrida. Es la única función en que existe para ellos el proletariado.


La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las sociedades posibles.


Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.


Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.


Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente. Por eso, han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la producción.... giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones tienen un carácter puramente utópico.


La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantástica en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén... . Y para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su ciencia social. He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el proletariado, lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.


En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y en Francia, los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.






IV




ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS




OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION




Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil es comprender la relación que guardan los comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los reformadores agrarios de Norteamérica.


Los comunistas, aunque luchando siempre por alcanzar los objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos de la clase obrera, representan a la par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia se alían al partido democrático-socialista contra la burguesía conservadora y radical, mas sin renunciar por esto a su derecho de crítica frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición revolucionaria.


En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos contradictorios: de demócratas socialistas, a la manera francesa, y de burgueses radicales.


En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria, como condición previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección de Cracovia en 1846.


En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.


Pero todo esto sin dejar un solo instante de laborar entre los obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia del antagonismo hostil que separa a la burguesía del proletariado, para que, llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados para volverse contra la burguesía, como otras tantas armas, esas mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar; para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias comience, automáticamente, la lucha contra la burguesía.


Las miradas de los comunistas convergen con un especial interés sobre Alemania, pues no desconocen que este país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, razones todas para que la revolución alemana burguesa que se avecina no sea más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.


Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante.


En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.


Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.


Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.


¡Proletarios de todos los Países, uníos! .



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