LA ESPAÑA DEL QUIJOTE.


Programa del curso


Esta asignatura pretende viajar a la España del Siglo de Oro en la que se editó El Quijote. Entre el Renacimiento y el Barroco nuestra cultura marcó la pauta en Occidente. Las obras literarias se tradujeron enseguida en las imprentas europeas y americanas. Las ropas inspiraron la moda cortesana, la cual se llamaba "vestir a la española". La acumulación de genios en la Villa y Corte de Madrid (Cervantes, Lope, Quevedo, Velázquez, etc.), tuvo réplicas en las grandes ciudades de Imperio. Pues en Sevilla, Lisboa, Barcelona, Nápoles, México o Lima se multiplicaron academias literarias, estrenos teatrales y fiestas.
En nuestro recorrido por esa España de El Quijote pasaremos en el tiempo de la campana al reloj y en el espacio de la geografía fantástica a la real. La familia, la alimentación, la vivienda, los juegos y las fiestas, protagonizaron la vida cotidiana. La sociedad estuvo polarizada entre los privilegiados -nobleza y clero- y los pobres y los pícaros. El Humanismo fue cultivado en las Universidades. La religión obedeció las directrices emanadas del Concilio de Trento. La Monarquía Católica gobernó el primer Imperio global de la Historia. Por fin, la iconografía sobre los personajes de El Quijote, la cual evolucionará desde modelos nacionales al mito universal, nos permitirá evocar aquella época de genios.
En suma, en el tiempo de El Quijote las luces de los genios literarios y artísticos brillaron sobre las sombras de la Inquisición. Viajemos, pues, a esta excelsa cultura del Siglo de Oro.

Los pliegos de cordel son una de las fuentes de la cultura popular en la España moderna. En este se representan las principales aventuras de Don Quijote combinando imágenes y texto como si fuese un cómic. Estos pliegos se adquirían en ferias y mercados comprándoselos a vendedores ambulantes que iban recorriendo los territorios del reino.


El Quijote se convirtió en el símbolo de su cultura.
Mi relación con el Quijote, no es exactamente parecida a la de Pedro García. Mi relación empezó cuando tenía 3 años en la escuela del pueblo. Sentado en un banco de madera oía en silencio como los mayores dictaban y corregían el Quijote. Pasé después a escribirlo y mas tarde a dictarlo y escribirlo. Mi primaria caminó con Alonso Quijano y casi con más cercanía con Sancho Panza.




El Quijote es una obra a caballo entre dos tiempos: el de la biografía de Cervantes y el de la impresión del libro. Esto significa que refleja la España que transita entre dos reinados -los de Felipe II y Felipe III-, uno de hegemonía y otro de decadencia política; dos coyunturas económicas, una de auge y otra de crisis; y dos categorías culturales, el Renacimiento y el Barroco.

El tiempo


El tiempo que pasa, el tiempo que fluye, los latidos del tiempo.
Asociamos el tiempo con nuestros cinco sentidos,hablamos de los colores del tiempo,
decimos,
'son tiempos dorados' para los días felices,
 'son tiempos negros' para las penas.

Hablamos también de los sabores del tiempo,
tiempos dulces, agrios, agridulces, amargos,
según nuestro estado de ánimo.

Los sonidos del tiempo, utilizamos onomatopeyas para explicarlos:
'Big Bang' para la creación del mundo,
'Ding Dong' para la campana eclesiástica,
'Tic Tac' para el reloj burgués.

El tiempo, el tiempo,
el tiempo que pasa,
el tiempo que fluye.
La temporalidad del mundo moderno iba a tener dos planos: uno el tiempo de los intelectuales y otro el tiempo de los humildes.

El tiempo de los intelectuales a su vez, se dividía en dos grandes apartados:
el tiempo cíclico y eclesiástico, y el tiempo lineal o científico.

El primero de ellos estaba asociado a las Sagradas Escrituras y había comenzado con el Génesis, había culminado con la venida de Cristo a la tierra y su pasión por redimir a los hombres, y caminaba inexorable hacia el fin del mundo.
De ahí que proliferasen los movimientos milenaristas, los movimientos apocalípticos y se esperase la parusía, la avenida de Cristo a la tierra para redimir a los pobres.

Por otra parte estaba el tiempo científico, el tiempo con un carácter circular que era un legado de la antigüedad clásica, y qué consistía en esferas engranadas a forma de mecanicismo, heredadas del aristotelismo cristiano recuperado en la Edad Media.
Una prueba de ello lo tenemos en las tablas del 'Jardín de las Delicias' de El Bosco. Cuando cerramos el tríptico aparecen esas esferas celestes. En este caso, el tiempo va sucediendo mediante tres edades de la  vida: el nacimiento, la culminación o la madurez, y la decadencia, el fin.
Esto conlleva una concepción de la historia también en tres estadios. Cualquier imperio ya sea, el Egipto de los faraones, la Roma imperial, todos nacían, llegaban a su culmen y entraban en decadencia hasta desaparecer.
Y esta concepción de la historia ha durado en buena medida hasta finales del siglo XIX, hasta historiadores como Toynbee, como Spengler, que examinaban el paso del tiempo como una historia de las civilizaciones donde todas nacían, crecían y morían.

Por otra parte teníamos el tiempo más humilde, el del labrador, el del pastor, el del artesano.
Todos ellos lo que hacían era seguir los tañidos de la campana, las horas canónicas: ángelus, tercia, nona, vísperas. Los que eran muy beatos todavía fraccionaban más este tiempo en padrenuestros y avemarías.
En cambio la noche conservaba resabios paganos, y es que la noche no había sido cristianizada en la misma medida del día. Este tiempo empieza a interesar a una minoría social, a determinados profesionales.
¿A quién le puede interesar controlar el tiempo?; pues al mercader y al prestamista que tienen que obtener la devolución de un cheque en la siguiente feria.
Al militar, que debe controlar el tiempo para aplicar una estrategia correcta y llevar las tropas al campo de batalla antes que su enemigo.
Al político y en definitiva al rey, porque es una forma más de administrar el poder.
El tiempo estaba muy ligado al paso de las estaciones; de hecho este tema se convierte en un tema creativo para las élites culturales. Ahí tenemos a Hayden, ahí tenemos a Vivaldi con el tema de las Cuatro Estaciones.
También existía en esta España del siglo de oro, un sentido pasional del tiempo, de manera que asociábamos el paso de los meses a estados anímicos; y al intimismo de la Navidad, que es una época de recogimiento de familia, le sucedía el desenfreno de los carnavales, aquí llamados carnestolendas.
A ese exceso carnal le sucedía el rigorismo de la cuaresma, a la cuaresma el renacimiento de la primavera con la floración, con el plantío de árboles en la plaza de los pueblos por parte de los mozos, árboles que se llamaban mayos.
Luego venía la alegría por la recolección de la cosecha en el verano.
Poco a poco entraba la melancolía del otoño, la tristeza del invierno, y así nos íbamos moviendo en un sentido cíclico, pendular, para sentir el paso del tiempo.
Este tiempo elástico, flotante, del campesino, del pastor, en definitiva de los humildes, a veces se mezclaba con elementos de procedencia espacial.
Así tenemos al pícaro Guzmán de Alfarache, en plena canícula castellana, exclamando: "librete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y de la hambre que sube de la Andalucía".
Esta elasticidad hace que en los pueblos iletrados, en los pueblos con un pensamiento arcaico, tengan una memoria intemporal.
Pondré un ejemplo.
Nosotros todavía podemos ir a unos pueblos de nuestra España rural, y preguntar a los ancianos del lugar por la antigüedad de ese lienzo de muralla, de ese resto de castillo que vemos en lontananza, y nos dirán: "es antiquísimo, por lo menos es del tiempo de los moros", cuando en realidad apenas se están remontando dos o tres siglos, y son incapaces de moverse en el tiempo profundo de los antropólogos, en el tiempo de la larga duración.
Con la reforma protestante y con la concentración de los 'relojeros' entorno a ciudades como Ginebra, donde se daba el Calvinismo, o ciudades cómo Minster, o como Munich, se introduce un elemento fundamental en la forma de pensar en el tiempo, porque se inventa el reloj, culto empleado sólo por minorías que lo entendían y que podían pagarlo.
A partir de esta disociación del tiempo culto y del popular, la mayoría de la población seguirá guiándose por la luz solar hasta que en el siglo XIX, de la mano de la industrialización, surge un nuevo concepto del tiempo, es el tiempo fabril, y lo marca no ya la campana, no ya el reloj sino la sirena de las fábricas.
Y por fin el último giro lo tenemos a mediados del siglo XIX cuando se extiende la iluminación artificial por las principales metrópolis europeas. Porque así nace el tiempo contemporáneo, en el que se descubre entre comillas "la noche" y se duplica el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio.
Con esa aparición, con ese duplicado del tiempo ganado en favor de la noche, surge la cultura de los cabarets, de la ópera, de la salida ociosa, pero también el trabajo a destajo en las grandes fábricas.
Y así llegaríamos a la época hiper estadística, hiper cronológica de nuestros días.

Rijo a los hombre velando.
En una prisión cautivo,
Llamo sin voz muerto vivo,
Ordeno y ando rodando;
Jarcias de yerros me alientan;
Soy galante sin pensar,
Oficio tengo de dar
Y aun lo que doy me lo cuentan.

La medida del tiempo





El espacio


¿Cómo percibían los hombres del Renacimiento y del Barroco el espacio?
Las unidades geofísicas, es decir,
las mesetas, las llanuras, las montañas,
servían de marco al lento devenir de la historia. Este marco regional mostraba acusados contrastes.
El Mediterráneo se contraponía al Atlántico,
las llanuras a las montañas,
las islas a los continentes,
y así sucesivamente en los modos de vida.
Por ejemplo, era acusado el contraste entre el agricultor y sus complementarios,
cazador, recolector, bosquero,
en relación con el pastor trashumante,
porque se contraponían dos formas de vida,
estática y dinámica,
sedentaria y móvil.
Aferrado a la tierra el agricultor, y utilizando la tierra como vector de desplazamiento,
el pastor trashumante y el nómada.

En la percepción del espacio en tiempos modernos,
podemos hacer una distinción entre el mundo culto, en el sentido de cultivado,
y el mundo inculto, en el sentido de más o menos incontaminado.
Los espacios del mundo culto se referían a los lugares de poblamiento,
a los pueblos, a las ciudades.
Se daban cerca
de los cursos de agua o de los puertos,
porque eran los lugares de la fertilidad,
de la concentración del agua domesticada,
de los cultivos sin intermisión, es decir, el contrapunto a los cultivos de secano
que traían consigo
hambrunas en los años de malas cosechas.
En definitiva era el medio idóneo para el nacimiento de núcleos
urbanos,
cuya riqueza o pobreza dependía no tanto de los recursos naturales que ya
vemos que los había,
sino de
el grado de extorsión señorial, de imposición fiscal
o de organización política
que había en cada caso.
La antítesis a ese mundo culto o cultivado,
venía dada por
los pueblos pastores y montañeros. En cuanto a la ganadería
podemos distinguir tres modalidades en la Europa de los siglos XVI al XVIII.
En primer lugar estaba la ganadería estante,
vinculada a la labranza, indisociable de ella,
puesto que en una época en la que no había figoríficos como ahora, ese
ganado le proporcionaba
alimentos
de primer consumo, como la leche
o de elaboración, que podían permanecer más en el tiempo como el queso,
el cuero, los tendones, los pellejos
de las reses sacrificadas
con las que confeccionar ropa.
Por otra parte el agricultor necesitaba animales de tiro
para arar los campos.
Y en esos animales de tiro va a ver una polémica en Europa
en torno 
a cuál era más eficaz,
si el buey
o la mula, que es como la versión
mediterránea del primero de estos animales.

En segundo lugar, tenemos la ganadería transterminante.
La palabra transterminar quiere decir,
traspasar términos municipales;
y en este caso podían ser agricultores que también practicaban el pastoreo o lo más común, es que
las pequeñas reses de cada uno de los agricultores,
alguno tendría dos, tres cabezas, los iba recogiendo por casa un manadero,
es decir, el encargado de la manada y las llevaba a pastar por los términos jurisdiccionales del pueblo o de pueblos aledaños.
Como lo más fácil para él era caminar siguiendo el curso de las riberas de los ríos,
a éstos pastores se les llama también riberiegos.

Y en tercer lugar, estaba el pastoreo trashumante, el de los grandes desplazamientos semianuales,
donde las cabañas de ovejas, de vacas, también de ganado caballar, de ganado caprino,
emprendían en el otoño la marcha hacía extremos, hacia el sur,
en busca de pastos recientes, de un clima benigno.
Y cuando llegaba la primavera desandaban el camino,
salían de las dehesas de Extremadura, de la Mancha, de Andalucía
y andaban hasta las montañas de la submeseta septentrional.
Este tipo de trashumancia, este tipo de ganadería móvil
está presente en todas las penínsulas del Mediterráneo. Por supuesto en la Península Ibérica en España, en Portugal pero también
en la Península Itálica, en Grecia, en Rumanía;
mientras que al sur de todo este espacio,
la trashumancia se convierte en nomadismo,
y ya lo encontramos en Palestina, en Oriente Próximo, en Egipto, en el Magreb,
esta modalidad
de
ganaderías móviles
sin rumbo fijo cuyo hito para ir descansando son los oasis, los
pozos de agua.
La otra el modalidad
de espacio
inculto e incontaminado, es la montaña.
En este sentido es muy interesante
la definición de la montaña, como el laboratorio de las tradiciones,
porque allí lo difícil es cambiar las mentalidades, las formas de vida.
Las cosas perduran durante siglos,
la gente vive aislada en los valles o en las cumbres.
La mejor prueba de ello son los diversos dialectos de
de las lenguas en los Pirineos,
en las grandes estribaciones de Gredos, en las cumbres, en las montañas.
Porque no hay comunicación
entre ellos o una comunicación temporal cuando se asociaban
para intercambiar
productos, para intercambiar ganado,
para cazar palomas, como todavía se hace hoy,
en los Pirineos
a un lado y a otro del lado francés,
del lado español. Esto hace que
la forma de vida en las montañas sea muy arcaica,
que la pobreza sea endémica,
que haya también una endogamia
en las razas,
que sea el lugar
donde habitan las razas malditas de las que ahora
versaré,
y también ,
que desde el punto de vista de las poblaciones sedentarias,
sea en las montañas donde se dé la reserva de la brujería.
Casi todos los procesos de los siglos modernos
los procesos inquisitoriales,
como las brujas de Zugarramurdi o las
el del otro lado de los Pirineos franceses, situaban esos
aquelarres, esos encuentros diabólicos,
en la profundidad de los valles,
de las campas
o en los lugares más abruptos de las montañas. Y de hecho los procesos se
celebraban en los sitios bajos, en los sitios civilizados.
Se trasladaba
a esas acusadas y acusados de
brujería,
a los lugares de residencia de las audiencias
para juzgarles por unas prácticas que no
entendía la sociedad establecida.
Y por último como he apuntado,
la montaña es el lugar donde se refugian las razas malditas.
En el caso hispánico,
tenemos en la Península
tres razas malditas que se van espaciando por la cornisa Cantábrica.
Empezando desde el este hacia el oeste,
nos encontramos
a los agotes, en el Valle de Baztan en Navarra.
Los agotes tienen un tipo racial
diferente a la gente de su entorno;
son rubios con los ojos azules
pero muy bajitos,
en un entorno donde predomina
el tipo moreno,
fornido, alto.
Hay muchas teorías en torno a por qué quedaron aislados en ese valle;
lo cierto es
que si vamos al Valle de Baztan y examinamos las iglesias,
veremos que tienen una entrada lateral
porque aunque cristianizados
a los agotes se les obligaba a seguir la misa
en un rincón de la iglesia,
porque han seguido siendo
sospechosos de paganos
hasta bien entrado
el mundo contemporáneo.
Siguiendo este devenir, nos encontraríamos con los vaqueiros de
Alzada
en Asturias,
perfectamente integrados
en la sociedad actual,
pero que durante siglos practicaron una trashumancia entre montañas y llanos,
entre montañas y costas,
una trashumancia vertical
que les hizo también sospechosos
a los ojos de las poblaciones sedentarias.
Y por último tendríamos a los maragatos en la zona
de León, raza
que consiguió integrarse poco a poco en la sociedad dedicándose
al transporte de mercancías;
en particular dos tipos de productos, el pescado
que llegaba
a las lonjas gallegas,
que lo trasladaban
en una semana hasta Madrid mediante una recua de acémilas,
y luego ganaron fama
de ser gente arrojada en la defensa de su mercancía,
con lo cual se les empezaron a encagar
el traslado de ajuares de boda, de joyas y demás.
Si uno se mueve por la maragatería en la actualidad y examina la
arquitectura popular,
verá que las casas no tienen ventanas,
es lógico.
Lo que querían era preservar de los mirones las mercancías que en cada
momento tenían en el interior,
algunas de ellas como he dicho muy valiosas.
Por último con la
llegada del ferrocarril
estos pueblos maragatos,
tienen que readaptarse a los nuevos tiempos.
Ahora el ferrocarril
te trae el pescado más fresco y más rápido desde la lonja de La Coruña,
hasta
los restaurantes
de Madrid. Entonces que es lo que hacen, pues que buena parte de las familias
maragatas
se avecindan en Madrid,
donde abren pescaderías
y donde hoy todavía podemos ver
pescaderías con el nombre de la Astorgana,
la Maragatería,
la Maragata,
es decir se reconvierten parte de los familiares en pescaderos.
Como han acumulado mucho capital,
algunos de estos maragatos
se convierten también en banqueros,
pero ya en la capital, y algunos de ellos forman parte de los consejos de
administración de los bancos en la actualidad.


La carta de Juan de la Cosa, fechada en el año 1500, simboliza el paso de los portulanos mediterráneos a los atlas atlánticos. Al tiempo que se esbozan dos escuelas diferentes en la confección de los mapas modernos. En este pergamino, conservado en el Museo Naval de Madrid, se representan por vez primera las tierras americanas.
  • De derecha a izquierda aparece el Lejano Oriente, por donde cabalgan los Reyes Magos camino de Belén, así como una serie de islas y tierras incógnitas.
  • En el centro están los países del Viejo Mundo, cuyas costas baña el Mar Mediterráneo, rotuladas en perpendicular con el nombre de los puertos al practicarse navegación de cabotaje.
  • Las banderas, castillos y monarcas señalan los principales reinos cristianos y musulmanes.
  • Al sur se encuentra África, identificada por la enseña de la Media Luna, así como lugares legendarios, como el reino del Prese Juan.
  • Las islas se pintan de diversos colores según su valor: tonos de piedras preciosas en las Canarias, ricas en agua y vegetación, blancas si están deshabitadas y negras si tienen arrecifes peligrosos para los barcos.
  • En el extremo occidental aparece un esbozo de Cuba y las tierras del Nuevo Mundo en verde, que era como las veían los navegantes en el horizonte.
  • La rosa de los vientos central contiene la imagen de la Virgen María y el Niño Jesús y en la parte superior San Cristóbal preside el cuadro en homenaje a Cristóbal Colón. 
 https://youtu.be/PFBVpXkBq18?t=8



Maravillas y certezas




El discurso de la Edad Dorada





Adaptación del Quijote a tiempos modernos


Recordemos el comienzo de El Quijote:

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Extracto del capítulo I

Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astilleroadarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velartecalzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

El Quijote en la era de internet

No sé a ciencia cierta, amigo lector, si nuestra literatura actual goza de buena salud, si los autores noveles están tomando el relevo de las sucesivas generaciones de “novísimos” que esmaltaron el siglo próximo pasado. No atino a columbrar hasta cuándo la lectura soportará los embates visuales de las nuevas tecnologías. Pero intuyo en algunas de las últimas obras editadas atisbos de calidad que sólo la jurisdicción del tiempo pondrá en su lugar.
Quiero, pues, traer a colación en esta sección cultural de nuestro semanario La Farola Ilustrada, la aparición del libro electrónico titulado El Quijote.com, que el internauta avispado puede pinchar en la página web www.cidehamete@benengeli.ar. A través de fuentes de la redacción, hemos sabido que bajo este seudónimo de arabista argelino, se esconde un humilde empleado de una Delegación de la Agencia Tributaria, a la sazón llamado Miguel de Cervantes Saavedra, que hace ya algunos años nos diera en soporte impreso su ópera prima La Galatea sin pasar desapercibida para la crítica y el público. Sin embargo, tras un largo silencio editorial, obligado por su peregrinaje laboral a través de las más diversas modalidades de contratos basura, reaparece este escritor alcalaíno con visos de dejar de ser una promesa y estar en el buen camino para alcanzar la madurez creativa.
De resultas, ofrecemos al lector la posibilidad de chatear con el autor de la citada dirección de correo electrónico y, sobre todo, adelantamos un fragmento de su obra que hemos bajado al periódico para la ocasión. Dice así:
“En una residencial periurbana de la Comunidad de Castilla-La Mancha, de cuyo nombre promocional no hace al caso acordarse por evitar publicidad gratuita, no ha mucho tiempo que vivía un aristócrata venido a menos de los de escudo heráldico en el salón, foto con Su Majestad el Rey durante la audiencia a la Asociación de Amigos de los Castillos, teléfono móvil de primera generación, automóvil de marca que ya no se fabrica y lazarillo cruce de pastor alemán con chucho que ha tenido por escuela la calle. Una olla más de verduras que de vaca loca disimulada en cocina de vitrocerámica, abstinencia las más de las noches, encargo a Telepizza o visita a un “chino” los sábados, algún extra los domingos y fiestas de guardar, consumían la tercera parte de sus partidas presupuestarias. El resto de ellas concluían traje de Emidio Tucci comprado en las rebajas de El Corte Inglés en una de sus escasas visitas a la capital y zapatos Martinelli de suela desgastada para los festivos, aromado con colonia a granel depositada en frasco de camuflaje Hugo Boss, y los días de entre semana se honraba con vaqueros y camisas de entresaca comercial practicada a la gresca en grandes superficies. Tenía en su adosado una asistenta por horas, emigrante despapelada a la que distraía el pago de las cuotas a la Seguridad Social, más por escasez mutua que por mala fe, una sobrina que no llegaba a los treinta y cinco y que no había forma de que se independizara por mor del buen cobijo y mejor yantar, y un mozo licenciado en Historia en paro que lo mismo catalogaba la biblioteca que mandaba e-mails de despacho secretarial. Frisaba la dulce Tercera Edad nuestro caballero desde que se acogiese a la jubilación anticipada y a los beneficios sociales que siempre proporciona a todos los ciudadanos de pro el Estado del bienestar. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en las bases de datos consultadas; aunque por la conjetura verosímil que es el NIF de Hacienda se deja entender que se llamaba Quijano. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho fijodalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer best-seller de los que encabezan las listas de ventas con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la petanca y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que canceló los ya de por sí menguados fondos de inversión para comprar libros de grandes tiradas, premios televisivos, comentados en las tertulias radiofónicas y reseñados en los suplementos culturales de los periódicos, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos…
En resolución, se enfrascó tanto en su lectura, que se pasaba las noches leyendo de alógena en alógena, y los días de cuarto en cuarto; y así, del poco dormir y del mucho leer se le atrofiaron las neuronas, de manera que vino a padecer estrés crónico. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los best-seller, así de guerras preventivas para imponer la democracia parlamentaria en los países del Tercer Mundo como de desastres ecológicos que amenazaban la supervivencia del planeta, narcotráfico, guerrillas, migraciones, hambrunas, catástrofes, globalización, pensamiento único y disparates imposibles. En efecto, rematada ya su psique, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio enfermo mental de cuna noble en el mundo. Y fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de la comunidad internacional, hacerse voluntario de la ONG “Hidalgos sin Fronteras”; e irse por todo el mundo para ejercitarse en la solidaridad con los desfavorecidos y la defensa de los derechos humanos, participando en campañas y programas donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama…”.
Sirva pues este adelanto, lector amigo, como señal inequívoca de la vitalidad de la novela informática y muestra de los caminos por los que se mueve nuestra narrativa más vanguardista. Advirtiéndote del riesgo de piratería que siempre amenaza a la red, puesto que en la dirección apócrifa www.alonsofernadez@deavellaneda.es puede hallarse un burdo plagio de este El Quijote.com que nos ocupa, y es que los hackers no reparan en gastos cuando intuyen negocio fácil, que para más inri cotiza en bolsa al calor del pelotazo nuestro de cada día. Menos mal que el escritor de la calle del León había llevado su obra al Registro de la Propiedad Intelectual, al haber vendido la adaptación cinematográfica de la misma al joven director Gustavo Doré, que en el breve plazo de la entrega de la pertinente subvención, iniciará el rodaje de la película en localizaciones manchegas y con un reparto europeo por mor de las coproducciones. Aunque, eso sí, siempre y cuando se mantengan las ayudas al sector del Ministerio de Cultura y se respete la cuota de pantalla frente a las presiones de las distribuidoras multinacionales A la postre, el crítico que esto suscribe augura toda una gama de productos mediáticos que saldrán de El Quijote.com, a sabiendas de que esto será posible porque en este Miguel de Cervantes que hoy presentamos al gran público creemos que hay madera de escritor, de esos que nuestros maestros llamaban de los de a la antigua usanza.
EL CURIOSO PERTINENTE

"la vida cotidiana"




La alimentación 



Casa y comida en el Madrid del Siglo de Oro


La vivienda y la alimentación son dos de los elementos principales de la vida cotidiana. El tipo de casas que se dieron en el Madrid del Siglo de Oro nos habla de la voracidad fiscal del ayuntamiento, que quería cobrar el impuesto de la “regalía de aposento” a los vecinos, así como de la picaresca de de estos construyendo casas “ a la malicia”, llamadas así porque su aspecto disuadía de tributar. En cuanto a la comida, muestra la cocina del momento, que se enriquecerá con los productos venidos de América, y la variedad de sitios donde se podía comer, desde la casa a las tabernas y a los puestos ambulantes.





El vestido



Los personajes de El Quijote y los hombres y mujeres de su tiempo vestían de acuerdo a los estamentos a los que pertenecían. La nobleza puso de moda en Europa “vestir a la española”. El clero se diferenciaba por el color de su hábito. Y las capas populares ofrecían una gran variedad de indumentaria según su oficio y región de procedencia.








Los días de diario


la vida diaria 



 carnestolendas


Las bodas de Camacho


Donde se cuentan las bodas de Camacho el Rico, con el suceso de Basilio el Pobre
(...) Despertó [Sancho], en fin, soñoliento y perezoso, y volviendo el rostro a todas partes, dijo:
–De la parte de essta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.
–Acaba, glotón –dijo don Quijote–: ven, iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el desdeñado Basilio.
(…) Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada. Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejalados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba. Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico; pero tan abundante, que podía sustentar a un ejército.
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y últimamente las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:
–Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
–No veo ninguno –respondió Sancho.
–Esperad -dijo el cocinero–. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
Y diciendo esto, asió de un caldero, y encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:
–Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.
–No tengo en qué echarla -respondió Sancho.
–Pues llevaos –dijo el cocinero– la cuchara y todo; que la riqueza y el contento de (…). Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:
–El rey es mi gallo; a Camacho me atengo.
–En fin –dijo don Quijote–, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: «¡Viva quien vence!»
–No sé de los que soy -respondió Sancho-; pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho.
Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y asiendo de una, comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:
–¡A la barba de las habilidades de Basilio!; que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una abuela mía, que son el tener y el no tener; aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.
Y diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos, que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.

Economía y sociedad
La economía de los territorios que componían la Monarquía Hispánica era muy diversificada. Pero en Castilla, núcleo del Imperio, destacaba la trashumancia bajo la tutela de la Mesta, pues la lana merina se cotizaba en la bolsa de Ámsterdam. Buena parte de los metales preciosos llegados desde América fue a parar a los prestamistas de la Corona. En cuanto a la sociedad estamental, en teoría distinguía entre los privilegiados (nobleza y clero) y el estado llano o “pechero”, porque pagaba “pechos” o impuestos, cuyo grupo más numeroso era el del sufrido campesinado. Sin embargo, en la práctica era más compleja, dándose las oposiciones entre individuo y linaje, campo y ciudad, armas y letras, y sobre todo, ricos y pobres. Don Dinero empezaba a superar a Doña Honra.

El mundo rural


El mundo urbano. La capital del Imperio: el Madrid del Siglo de Oro



Los días de fiesta



Las medidas agrarias


https://youtu.be/J5HX5A3YUkU


La asignación de tierra y trabajo



El Clero





La nobleza











El estado llano



El sufrido campesino 

De manera que en esta definición conceptual, dentro de la sociedad rural de la España del Siglo de Oro, campesinado y campesino es un término genérico que se puede aplicar a todo  habitante del medio rural. Ahora bien, según los subsectores económicos hallamos diversas jerarquías con sus respectivos grupos socioprofesionales. 
De esta forma, en el apartado de agricultura, hallamos en la cúspide a los grandes propietarios, titulares de las mayores explotaciones agrarias y en muchos casos señores jurisdiccionales del lugar, que o bien se han convertido en absentistas, viviendo a costa de sus rentas, o permanecen como terratenientes vecinos, para lo cual mantienen casa abierta en el pueblo o la villa.
 La segunda figura es la de los labradores, que se desdoblan en dos: en aquellos que poseen tierras en propiedad, comercializan la cosecha y administran las fincas de los absentistas –son los villanos ricos de nuestro teatro del Siglo de Oro-, y en segundo lugar, en los más modestos que trabajan sus propias parcelas y otras en régimen de arrendamiento; ambos tipos de labradores forman parte de la oligarquía local. 
El tercer personaje es el de los asignatarios o pequeños campesinos, que labran las tierras cedidas por los propietarios mediante contratos de cesión temporal, y que están siempre pendientes de la bonanza de las cosechas para no caer en el endeudamiento crónico y proletarizarse.
 Por último, en la base encontramos a los jornaleros, temporeros o braceros, que sólo disponen de la venta de su fuerza de trabajo para vivir. 

La sociedad de los caminos

Don Quijote y Sancho Panza se echan a los caminos de La Mancha en busca de aventuras. En el transcurso de sus viajes van encontrando a tipos de distintos grupos sociales: unos sedentarios, que habitaban en pueblos y ventas; y viajeros, que iban de paso. ¿Cuáles eran los vecinos y los forasteros que más abundaban en la novela?


La política y la Hacienda Real


El árbol genealógico de los monarcas hispanos durante los siglos XVI y XVII arranca con la “unión de Coronas” entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. La herencia de los Reyes Católicos fue a parar a la persona de Carlos I, más tarde emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que inaugura la dinastía de los Habsburgo o Casa de Austria. En ella distinguimos entre los Austrias Mayores -Carlos V y Felipe II- y los Austrias Menores -Felipe III, Felipe IV y Carlos IV-, los cuales verifican el paso de la hegemonía hispana mediante el primer Imperio global de la Historia al estancamiento y la decadencia del mismo, que culminarán con la Guerra de Sucesión y la entronización de la Casa de Borbón en el trono español.



La educación y las universidades



Biografía de Cervantes





Pedro García Martín La República de las Letras 



Los hombres de letras en la España de El Quijote concebían su oficio como un medio para el 
ascenso social. La Corte era su principal polo de atracción. Porque sólo podían medrar entrando en 
círculos de personajes influyentes. Esto les obligaba a frecuentar los espacios profesionales –
academias, mentideros, corrales de comedias, cofradías, certámenes poéticos– como parte central 
de sus actividades cotidianas. 
Algunos escritores ponían fin a su carrera cuando obtenían un cargo como secretarios de un 
noble, preceptores, burócratas o cronistas. Otros, una vez conseguidas esas pretensiones, se 
quejaban porque las obligaciones administrativas les impedían cultivar la pluma. Otros muchos, en 
fin, simplemente se quedaban en el camino. 
Los círculos culturales de las principales ciudades del Imperio reproducían a escala local la 
República de las Letras de la Corte. Esos parnasos periféricos servían a sus participantes de 
laboratorio cultural antes de buscar el éxito en Valladolid o en Madrid. 
El oficio de escritor 
Los ingenios del Siglo de Oro necesitaban entrar al servicio de un noble poderoso para conseguir  
reconocimiento social. Esta subordinación a un protector les proporcionaba unos ingresos 
provisionales y el acceso a una red clientelar. De forma 
recíproca, el mecenas, adquiría fama conjunta, pues un autor 
exitoso venía a engrosar la nómina de sirvientes que 
formaban parte del capital simbólico de su casa nobiliaria. 
Ahora bien, al entrar en el juego cortesano, los 
escritores, además de someter su labor creativa a cierta 
dependencia del mecenas, podían seguir su misma suerte en 
el triunfo o en el fracaso político. De ahí que algunos 
ingenios se quejen de esta mudanza de fortuna, pues, como 
propone Vélez de Guevara, “que el poeta que sirviese a 
señor, ninguno muera de hambre por ello”. 
El oficio de secretario era la “condición” más digna que 
conseguían la mayoría de los ingenios áureos. Desde la  


protección de un mecenas “ejercían” paralelamente la escritura. Los nobles de corte patrocinaban 
las obras de sus clientes: ya para satisfacer su prestigio público, ya por gusto personal. Los 
intereses literarios de patronos y secretarios convergían en las academias, donde los primeros 
disfrutaban de ocio culto y los segundos promocionaban sus obras. 
En esas academias nobiliarias no sólo se hablaba de literatura y bellas artes y se refinaban los 
modales, sino que también se discutía de política, por lo que se convirtieron en reductos del 
pensamiento y de la cultura política aristocrática. Los patronos, caballeros académicos, defendían 
una mayor participación en el gobierno de la monarquía al sentirse desplazados por la élite letrada 
que copaba las Juntas y los Consejos.  
El patronazgo de academias buscaba un reconocimiento público y participaba de la circulación 
literaria de la época. En esos parnasillos los ingenios publicitaban sus obras y, a la vez, los propios 
mecenas recitaban los versos que habían compuesto. Aunque, a veces, el noble metido a poeta, 
fuese objeto de sátira por su falta de calidad literaria. De esos rimados aristócratas se burla Luis 
Vélez de Guevara al describir las pragmáticas de la ficticia Academia Sevillana en El Diablo Cojuelo:  
“Porque a nuestra noticia ha venido que hay un linaje de poetas y poetisas hacia palaciegos, que hacen más estrecha vida que los monjes del Paular, porque con ocho o diez vocablos solamente… quieren expresar todos sus conceptos y dejar a Dios solamente que los entienda”. 
Sin embargo, la distinta retribución de los géneros –la poesía se pagaba bastante menos que 
las comedias–, junto a la permanente búsqueda de 
prestigio, hicieron que los autores sirviesen a muchos 
amos. Los ingenios más reputados cambiaron de 
patrón cuando creyeron que habían encontrado una 
ocasión para medrar. Pero éstos clientes fueron unos 
privilegiados, porque la realidad de la mayoría de los 
escritores lindaba la pobreza, lo que les obligaba a 
solicitar patrocinio de continuo.  
La figura del secretario tenía las funciones de aconsejar a su señor y escribirle la 
correspondencia. Pero, sobre todo, como su nombre indica, debía ser capaz de mantener secretos. 
Para ello, se exigía al aspirante reunir una serie de cualidades para mejor servir a su amo, del tenor 
de saber lenguas, mostrarse grave en el hablar y ser culto y discreto. Al punto que Diego Saavedra 
Fajardo consideraba al secretario una prolongación de su prócer:  
“Del entendimiento, no de la pluma es el oficio de secretario… A él toca el consultar, disponer y perfeccionar las materias. Es una mano de la voluntad del príncipe y un instrumento de su gobierno”.  
Los escritores áureos, desde su acomodo pasajero como secretarios o durante su búsqueda de 
patrocinio, daban una imagen de sí mismos en los elogios de los libros, en los epistolarios y en los 
retratos pictóricos. 
En los poemas laudatorios que dedicaban la obra se reflejaban las relaciones entre el escritor 
y su mecenas y la red de conexiones sociales del autor. Pero no sólo se limitaban a exaltar a la 
monarquía y a la nobleza, sino que cultivaban la propia imagen. En ocasiones, también 
aprovechaban esos textos encomiásticos para desacreditar a los rivales, como sucedió con la 
batalla de insultos dirimida entre Cervantes y Lope.  
En los epistolarios, compuestos por cartas privadas y públicas, se invitaba al destinatario a una 
respuesta, abriendo un diálogo entre ausentes, por lo que respondía al estilo inmediato que Juan 
de Valdés denominó “escribo como hablo”. El famoso 
epistolario entre Lope de Vega y el duque de Sessa nos 
proporciona las imágenes de quien escribe por encargo 
y de quien le patrocina. Esa especie de autobiografía a 
retazos contiene gestos de afecto, actitudes de 
servilismo y reiteradas peticiones domésticas del 
secretario, las cuales demuestran la dependencia de 
quien escribe frente a quien lee. 
En los retratos artísticos, a imitación de los 
próceres y de los prelados, algunos escritores vieron la 
posibilidad de conservar su recuerdo y de publicitar sus 
obras. Las estampas, grabados y cuadros de ingenios –y 
en mente tenemos los de Tirso de Molina, Quevedo o 
Calderón–, denotan su toma de conciencia de la 
utilidad política de las artes y las letras para reivindicar  

una mayor estima para su persona y oficio. El caso más extremado de autopromoción iconográfica 
fue el del Fénix de los Ingenios, retratado en todas las edades de la vida, bien para portadas de libros bien para pinturas de salón. 
El mecenazgo de los escritores 
Los nobles españoles, a diferencia de los príncipes italianos y de la burguesía mercantil de otros 
países, habían ejercido poco el mecenazgo durante el siglo XVI. No olvidemos que de jóvenes 
defendieron la superioridad de las armas sobre las letras. Sin embargo, en el Barroco, consolidaron 
una estética nueva, al cobrar conciencia de la cultura como arma política y hábito de distinción 
social. De resultas, la aristocracia habilitó bibliotecas en sus palacios, decoró las habitaciones con 
pinturas, aceptó las dedicatorias de los libros por los autores, participó en academias y veladas 
literarias y entregó parte de la educación de sus vástagos a un preceptor en letras.  
Este interés de la alta nobleza hacia la cultura, manifestado en el mecenazgo, el coleccionismo 
y la lectura, tenía un objetivo utilitario, puesto que reforzaba su imagen y perpetuaba su fama. 
Pero también retomaba el arquetipo humanista del buen cortesano que es a la vez guerrero e 
intelectual. El cultivo de las armas y las letras, ahora entendidas por el noble en un sentido 
literario y no burocrático, consolidaba su prestigio social.  
Ahora bien, también fue propio de señores escribir mal, en el sentido de desidia gramatical, 
porque era un signo de distinción aristocrática frente a los letrados profesionales. No es que 
renunciaran a las letras, sino que las cultivaban en calidad de bibliófilos y poetas, renegando de los 
aspectos mecánicos de la escritura que convertían las letras en una mercancía. 
El mundillo literario fue uno de los mejores aliados del poder establecido. El sistema de 
valores de la aristocracia protagonizaba todas las esferas de la vida social. Eso explica que, como 
hemos justipreciado en un reciente trabajo, el teatro histórico de Lope de Vega, aparte de 
perseguir el éxito de público, tuviese como objetivos subyacentes enaltecer a la nobleza, 
enardecer el sentimiento patriótico y, sobre todo, legitimar a la monarquía católica. 
En el seno de la República de las Letras se consolidó una relación más cercana entre patronos 
y autores. Sin embargo, la naturaleza del mecenazgo había cambiado en el tránsito del 
Renacimiento al Barroco. Las novedades en estas uniones de conveniencia, antaño limitadas a 
meras lisonjas, estribaron en que hogaño perseguían dos propósitos respectivos: los nobles 

deseaban perpetuar su memoria como mecenas; los creadores, obtener el reconocimiento social 
del artista. 
En suma, la dinámica del mecenazgo fue para el noble un medio de propaganda política y para 
el escritor un vector de publicidad literaria. 
Las apariencias y el teatro del mundo 
Los escritores áureos que aspiraban a su reconocimiento como tales, o los que ya lo habían 
obtenido, perseguían un capital simbólico y unos bienes materiales. El capital simbólico se 
plasmaba en valores honoríficos como la distinción, la notoriedad y el prestigio. Los bienes 
materiales derivaban de los cargos remunerados, el clientelismo nobiliario, la influencia política y 
el éxito teatral y editorial.  
El medro simbólico y material de esos hombres de letras lidió con una sociedad muy 
remozada. Porque el ascenso estamental no dependía sólo del favor áulico, eclesiástico o 
nobiliario propio del feudalismo, sino también de las reglas del juego que dictaba el mercado 
cultural. En el nuevo sistema de capitalismo mercantil, cada vez más Don Dinero, y no Doña Honra, 
era el medio más fácil para conseguir el bienestar. 
En el Siglo de Oro, el arte de la disimulación, que los tratadistas asociaban a la prudencia y a la 
sabiduría política, se convirtió en un comportamiento fundamental para el éxito. Las apariencias 
obsesionaban a los españoles, celosos de su imagen personal, como testifica Juan de Zabaleta: 
“Todos quieren parecer lo que no son o más de lo que son… En cada hombre hay dos, uno fuera y otro dentro; el de dentro no se parece más al de fuera que al cuerpo el alma. El exterior es muy compuesto y aliñado. El uno engaña y el otro daña”. 
Las apariencias, pues, formaban parte de la percepción literaria del theatrum mundi que era la 
Villa y Corte. Los escritores ejercitaron dichas apariencias como una práctica cultural cotidiana en 
pos del medro. En los gestos, el habla, el vestido y el saludo actuaban sobre las tablas de un teatro 
social. De manera que se comportaban de forma diferente en el escenario, donde estaban 
expuestos al público, que entre bastidores, donde daban rienda suelta a las acciones íntimas. 
Ese discurso lo recogió Calderón de la Barca en El gran teatro del mundo, donde el autor, al 
igual que sucede en la sociedad, reparte los papeles del auto sacramental: 
“Yo a cada uno el papel le daré que le convenga, y… hoy prevenido quiero que, alegre, liberal y lisonjero, fabriques apariencias que de dudas se pasen a evidencias. Seremos, yo el Autor, en un instante,  tú el teatro, y el hombre el recitante”. 
En suma, la apariencia del escritor áureo como secretario era su condición. La escritura, su 
ejercicio. En el gran teatro del Siglo de Oro, los ingenios actuaban en el escenario de los medros,
pero se avecindaban entre los bastidores de las letras.  

Los escritores en la España del Siglo de Oro



Pedro García Martín Los escritores en la España del Siglo de Oro 
“Porque si a
sí no fuese (sacar algún fruto de la escritura), muy pocos escribirían para uno 
solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados…”. 
Lazarillo de Tormes. 
“Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido 
por mis obras; provecho quiero; que sin él no vale un cuatrín la buena fama”. 
Miguel de Cervantes, El Quijote, II, Cap. LXII. 
La escritura siempre ha sido una tarea que comporta esfuerzo. Sólo que en el scriptorium medieval 
los códices nacían del dolor por la fe. Mientras que en la sociedad moderna los libros lo hacían del 

lucro en el mercado. Ese deseo de sacar algún provecho que mueve al autor del Lazarillo y a 

Cervantes evidencia el cambio de paradigma cultural acaecido entre el Medievo y el 

Renacimiento. 
El escritor es un ser social, comparte la vida cotidiana con sus semejantes, y, como todo hijo 
de vecino, está preocupado por satisfacer sus necesidades materiales. Además, en el Siglo de Oro 
los conceptos de autoría, arte y creación eran muy diferentes a los actuales, pues la cultura 
literaria y artística laica se estaba abriendo camino frente a la cultura clerical imperante.  
La literatura también es un hecho social. La República de las Letras no sólo está habitada por 
los autores, sino que su existencia necesita el concurso de mecenas, impresores, libreros, 
cofradías, academias, corrales de comedías, mentideros, y, por supuesto, lectores. 
De manera que nos acercaremos al estatus del escritor áureo en clave de sociedad 
estamental.  
La mudanza de las armas y las letras 
Los escritores de la España del Siglo de Oro mal vivieron de sus creaciones literarias. La mayoría 
llevaron una existencia modesta y sólo unos pocos afortunados recibieron un sueldo al servicio de 

un noble. Cervantes fue la regla, Lope la excepción. 
Muchos de ellos, empujados por el ardor juvenil, pusieron en práctica el discurso humanista 
de las armas y las letras y sirvieron en los ejércitos del Monarca Católico. Pero a comienzos del 

siglo XVII las armas callaron y las letras se identificaban ya con la burocracia. De manera que los 

autores buscaron nuevos medios de medro social para rehuir la pobreza. 
El discurso clásico de la péñola y el acero, aún atizado por los polemistas sobre la decadencia 
militar, había cristalizado como tópico retórico, pero no concordaba con la realidad social. Porque 
a la altura del siglo XVII, por las armas sí se entendía la profesión militar, los trabajos y los días del 

soldado. En cambio, las letras ya no se identificaban sólo con la literatura, sino, sobre todo, se 

referían a los estudios jurídicos que permitían medrar en la burocracia.  
Los “hombres de letras” eran, pues, bien distintos de los “letrados”. Los autores de la España 
áurea habían cedido el nombre sin querer a los legistas. Una casta de togados universitarios que 
habían cursado la carrera de leyes, atrincherados en las naciones de los colegios mayores, desde 

donde daban el salto a las instituciones de la Iglesia y de la Monarquía. Si el título era en derecho 

canónico, los licenciados allegaban a las prelacías; si en derecho civil, lo hacían a los consejos y 

tribunales.  
Por consiguiente, los letrados y no los hombres de letras eran considerados por la sociedad 
del Barroco los “mayores hombres de cada siglo” por encima de los ingenios, como escribe 
Baltasar Gracián en El Criticón: 
“Esos -dijo- no son alojamientos de Marte, albergues sí de Minerva. Esos son los colegios mayores de las más célebres Universidades de Europa... Oficinas todas donde se labran los mayores hombres de cada siglo, las columnas que sustentan después los reinos, de quienes se pueblan los consejos reales y los parlamentos supremos”. 
La nueva casta gobernante de togados, que multiplicará el número de universidades 
castellanas, colisionará con la nobleza tradicional, celosa de su rol dominante como consejeros 
privados del monarca. La demanda de cargos crecerá más que la propia burocracia. De resultas, 
como escribe el profesor John H. Elliott, “las letras –en el sentido general de una carrera al servicio 
de la Iglesia o del Estado– representaban el mejor medio de ascenso social en la Castilla del siglo 
XVI”.   
Las carreras rentables del momento, y no las penurias castrenses, las enuncia el refrán: 
“Iglesia, mar o Casa Real, quien quiera medrar”. “Nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la 
lanza”, había dicho don Quijote. Pero todo había cambiado y ahora la lanza sí se inclinaba ante la 
pluma de los letrados. 

Las clasificaciones sociológicas 
El perfil colectivo de los autores áureos muestra condiciones heterogéneas para un ejercicio 
parejo del oficio de la escritura. Una primera clasificación de miembros de la República de las 
Musas la realizó Noël Salomón, distinguiendo tres tipos de escritores:   
1. Los “escritores aristócratas”. Estos compaginan las armas y las letras. Pero aquéllas atañen 
a su función en el orden estamental y éstas a un arte palaciego del espíritu noble. 
Los ejemplos más señeros son el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y Garcilaso de la 
Vega.  2. Los “escritores artesanos”. Estos cultivan la pluma como una profesión para ganarse la 
vida. Para ello, antes de asomarse al mercado, buscan el amparo de un mecenas. 
En este grupo entrarían los juglares, los poetas maestros de capilla (Juan del Encina, Lucas 
Fernández) y los poetas secretarios (Luis de Góngora, los hermanos Argensola, Francisco de 
Rioja).  3. Los “escritores de mercado”. Estos pudieron vivir de la venta de sus libros, de los encargos 
editoriales o de la representación de sus comedias.  
La figura más destacada en este apartado fue Lope de Vega, al que se le rifaban los 
empresarios teatrales y los comitentes nobles y eclesiásticos. Pero también otros autores 
vivieron periodos de holganza económica, como Mateo Alemán tras el éxito del Guzmán de 
Alfarache, Luis de Góngora después de publicar las Soledades y ser nombrado capellán 
real, y Luis Vélez de Guevara cuando organizó veladas teatrales en el Palacio del Buen 
Retiro. Aunque ninguno gozó de una trayectoria exitosa tan dilatada como la de Lope.  
Un paso más para adentrarnos en la sociología de los hombres de letras del Barroco lo dio 
Ricardo García Cárcel en un primer análisis de la Biblioteca Hispana de Nicolás Antonio. Sus 
conclusiones arrojaban luz sobre la procedencia geográfica y la identidad laica o eclesiástica de los 
escritores. 
En cuanto a la distribución espacial, abundaban los intelectuales en Castilla la Nueva, 
Andalucía y Portugal, merced a la atracción de las grandes ciudades como Madrid, Sevilla, Lisboa y 
Toledo. Después seguían los de Castilla la Vieja y Corona de Aragón, y, por último, la periferia 

cantábrica, extremeña e hispanoamericana. Esta cartografía de la escritura ponía en relación a los 

ingenios con el proceso de urbanización creciente en los siglos modernos. 

El reparto entre estados también es revelador. El número del clero intelectual -regular, secular 
y órdenes militares- era abrumador en relación al de la nobleza y al de la minoría que cultivaba las 
letras en la corte, del tenor de letrados, cosmógrafos, médicos y secretarios. A su vez, entre los 

eclesiásticos cultos destacaban arzobispos, los franciscanos, los jesuitas y los profesores de los 

Colegios Universitarios.  
Por último, en la España de El Quijote los escritores toman conciencia de su profesión y de las 
dificultades de su ejercicio. 
Las corrientes literarias y los “ingenios” del Siglo de Oro 
En la España del Barroco surgen dos corrientes literarias: el conceptismo y el culteranismo. 
 El conceptismo, cuyo máximo exponente es Baltasar Gracián, se caracteriza por la 
concisión y la polisemia del lenguaje. Esto significa que recurre a la variedad y el juego de 
las palabras.  El culteranismo, encarnado por el poeta Luís de Góngora, defiende los recursos 
embellecedores que alejan al lenguaje del vocabulario común para entregarse a la 
latinización del mismo. 
En cuanto a los “ingenios” del Siglo de Oro, aparte de la trilogía Cervantes, Lope y Quevedo ya 
tratada en otros apartados del tema, destacan, siguiendo un orden cronológico. Luís de Góngora, 
Tirso de Molina y Calderón de la Barca. 
Luís de Góngora (1561-1627) fue un poeta y dramaturgo cordobés que, tras estudiar en la 
Universidad de Salamanca, se ordenó sacerdote y probó fortuna literaria en la Corte. Es de sobra 
conocida su rivalidad con Quevedo que incluso llegó al terreno personal cuando este último lo 
echó de la vivienda que le había alquilado. La publicación de su poemario titulado Soledades 
desató un debate estilístico en los círculos culturales, donde, a causa de su oscuridad y afectación, 
los autores se dividieron en seguidores y detractores. Un debate que llegará hasta nuestra poesía contemporánea. 
Fray Gabriel Téllez (1579-1648), que utilizó el pseudónimo de Tirso de Molina, fue un monje 
mercedario que repartió sus estancias entre Toledo, América y Madrid. A pesar del protagonismo 
de Lope de Vega, algunas de sus comedias fueron sonados éxitos de taquilla en los teatros, como, 
por ejemplo, El burlador de Sevilla, donde esboza la figura mítica de Don Juan Tenorio. También 

fue un gentil prosista, que, en una obra como los Cigarrales de Toledo, se inspira en la técnica 

narrativa del Decamerón de Boccaccio. 
En cuanto a Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) fue el último gran escritor de la España de los Austrias. Tuvo una juventud arrojada, pues participó como soldado en Flandes y Cataluña, y no dudó en profanar el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid para prender a un enemigo por un duelo de honor. Más adulto, se ordenó sacerdote, escribiendo dramas de capa y espada, deliciosas comedias y autos sacramentales tan afamados como El gran teatro del mundo. Todos ellos le valieron el favor de la Corte, donde fue un privilegiado a la hora de montar espectáculos con efectos especiales en el palacio del Buen Retiro, incluido el libreto de la primera ópera española, Celos aun del aire matan, a que puso música Juan Hidalgo.  
Por fin, el último poema que compuso Lope antes de morir llevaba premonitorio título de Al Siglo de Oro, anunciando la despedida a una pléyade de genios irrepetibles en la Historia de la literatura española.

Cervantes




pliegos de cordel



El Escorial





Pedro García Martín El Escorial Mito o verdad, edificio o alegoría,

El Escorial ha sido en la historia pasto de quimera. A pesar del rigor de los eruditos. Empero los esfuerzos por desmitificarlo. Porque el matrimonio entre un monarca y una arquitectura, vinculando sus destinos, no tanto responde a lógica como a pasión. Y los afectos son más proclives que el intelecto a los desencuentros entre amigos y enemigos, a la propaganda de hagiógrafos y falsarios, a las crónicas urdidas por historiadores de toda suerte y condición.
 La persona real y la fábrica de piedra se esposaron para profesar en el parnaso de los símbolos. El micromundo de la Corte como centro del macrocosmos del Imperio. La morada del Rey Prudente De resultas de este maridaje entre poder y espacio, el soberano, siguiendo los preceptos de Maquiavelo, estaba obligado a “dar él mismo, en todas sus actuaciones, fama de hombre grande y excelente”. Para labrar, pues, la imagen de su gloria, el Monarca Católico recurrirá a los artistas, que, convertidos en funcionarios de la “res pública”, codificarán un lenguaje humanista y universal.
 Por eso, el arquitecto de El Escorial fue en realidad Felipe II, que usó como extremidades ejecutivas a los “altos burócratas” Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. La sutileza ideológica que revelaba su concepción del Estado como obra de arte. Todo estaba envuelto en un sueño mesiánico. El del “Nuevo David” filipino, que enviará a dos jesuitas al Vaticano, para que estampasen el Templo de Salomón a partir de originales antiguos. La profecía de Ezequiel, que Felipe II había leído en 1543 en la edición comentada por Erasmo, rezaba que el monarca que lo reconstruyese en la Jerusalén libertada gobernaría en paz sobre Oriente y Occidente. Mientras tanto, el proyecto escurialense se gestaba en forma de mausoleo imperial, que el hijo fiel mandó erigir para satisfacer las últimas voluntades del César Carlos. En el paso de la Universitas Christiana a la Monarquía Católica, como eco de su renovación territorial, el monarca  pensó en un edificio de nueva planta que concitase las miradas subalternas del planeta. Decidió fundar un monasterio jerónimo, que, dedicado a San Lorenzo, en loor de la victoria de San Quintín, sirviese de sepultura a la familia real próxima pasada. De esta guisa concibió su nueva morada el Rey Prudente. Toda una promesa de poder universal. La oficina del Rey de los Papeles Los pensadores del XVI pergeñaron una concepción organológica del poder, en la que el rey aparecía como alma y cabeza, mientras los reinos eran los miembros del cuerpo político. Además, siguiendo la letra del discurso imperial, Hispania era la cabeza de Europa y su parte más noble. De manera que el Monarca Católico profesó en sus estados cual médico que había de sanar los órganos enfermos, contagiados por herejes e infieles, a los que hubo de combatir como martillo y cruzado. Para ello, Felipe II asumió personalmente las riendas de la administración. La burocracia creció, las oficinas se inundaron de asuntos pendientes, las decisiones tardaron en llegar a la periferia, y hasta su infatigable alteza, en una celda atestada de legajos, se lamentaba de “no poderme desenvolver destos diablos de papeles”. No era más que el resultado de una etiqueta cortesana que comenzaba al alba leyendo escritos en la cama. Después de afeitado y vestido, el rey oía misa, recibía audiencias y almorzaba al mediodía. Si permanecía en San Lorenzo, solía despachar cerca de cuatrocientos documentos diarios, encerrado en su pequeño estudio. Si salía de viaje, portaba consigo sus documentos, consultados en carroza por el camino, en barca mientras navegaba por Aranjuez o en un recado de escribir durante las excursiones campestres.
 Es por eso que, cuando acabaron las obras de El Escorial en 1584, el Monarca Católico vio plasmado su sueño en un edificio majestuoso, a la mayor gloria de los Austrias y de Dios. El complejo arquitectónico, clásico y austero, comprendía un monasterio de su orden más dilecta, un palacio sobrio, una basílica de evocaciones vaticanas, sendos patios de los Reyes y de los Evangelistas, una biblioteca rica y moderna, un seminario acólito de las decretales tridentinas y, su estancia matriz, el panteón de los reyes de España como antesala de eternidad. Ahora bien, la vida política del monarca, le hacía morar con más frecuencia en sus aposentos reales. El despacho era el sitio del nec otium, del negocio de la gobernación, del arte de mandar. El huerto era el lugar del otium, del ocio ameno, del placer de la naturaleza. Pues el paraje escurialense, más que los boscos y tizianos que hermoseaban sus estancias, era para Felipe II su más genuino “jardín de las delicias”. Al cabo, el lecho, en la alcoba paredaña a su despacho, albergaba el nacimiento, el amor y la muerte. Las edades de la vida para un ser tan humano como era un rey por derecho divino. El retiro del Rey Oculto Los interiores de la Octava Maravilla se amueblaron de excelencia mediante un programa magnífico de bellas artes. El ciclo de la Buena Nueva pobló el vano de la Escalera Imperial. La Sala de las Batallas entronizó al campeón de sus ejércitos como Marte invicto. Las pirámides y bolas de las fachadas aludieron a lo fúnebre y celestial. Los dos grupos en bronce de Carlos V y Felipe II, esculpidos por los Leoni, eran los monumentos augustos de la iglesia escurialense. Mas sus esculturas doradas respondían a un programa de belleza y vigor ideales, puesto que, bajo las armaduras desmontables, se ocultaban un emperador y un rey “desnudos como unos clásicos Adonis”. Dotados de potencia para procrear: la obligación sucesoria de la corona. De fortaleza de espíritu: el ánimo para defender la fe verdadera. Y de constancia profesional: la virtud en el oficio de reinar. Sin embargo, las lecturas esotéricas del conjunto han acuñado el tópico de Rey Oculto, del alquimista y astrólogo que cultivaba las ciencias vanas en el laberinto palaciego. Los cronistas fray Juan de San Jerónimo y fray José de Sigüenza también contribuyeron a ese halo mistérico, pues vieron las huellas del Maligno en rayos y tormentas, cometas y perros aulladores. Todo un rosario de lindezas sobrenaturales. En realidad, el ocultismo del monarca lo trajeron las enfermedades y las postrimerías, que le fueron aislando en torno a la Galería de Convalecientes, donde sólo le aliviaba la panorámica deleitosa del paisaje serrano. A comienzos de 1597, en una caja secreta a modo de Arca de la Alianza, llegaban a El Escorial la relación y la maqueta de la antigua Ciudad Santa que habían confeccionado en Roma los padres Prado y Villalpando. La sabiduría del Monarca Católico, toda vez firmadas tablas con el Gran Turco en Lepanto, le hacía ver Jerusalén apenas como una metáfora libertadora. Porque en la antesala de la muerte, anciano y enfermo, aparejaba el alma en su Templo de Salomón que era el retiro escurialense. A contraluz de los tiempos. A capricho de los hombres. A despecho de la historia. Auténtica o apócrifa, negra o rosa, El Escorial será para siempre carne de leyenda.

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Las imágenes cultas y pobres



















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