LA BIBLIOTECA VACÍA

Antonio Rodríguez de las Heras




El curso se dirige a estudiar los rasgos que están ya definiendo la cultura digital. Y esta percepción se hace desde la cultura escrita (prácticas, valores, instituciones) que nos ha conformado durante siglos individual y socialmente. Así que asistimos a una transición cultural cargada de significación y trascendencia, y también de incertidumbre. Valores, formas de comunicación y de creatividad, cambios educativos, prácticas e instituciones culturales, nuevos modelos de gestión cultural... están emergiendo. Ayudar a situarse mentalmente en una posición adecuada para percibir adecuadamente el fenómeno y disponer así de la capacidad de reacción es el objetivo del curso.




La historia del náufrago


Permítanme que les narre una historia.
Una historia que tiene lugar en el siglo XVIII.
El príncipe Nabusán,
en el reino oriental de Serendib,
estaba prendado de la cultura occidental
por los contactos que le habían llegado regularmente
a través de los navegantes europeos.
Pensó que la mejor forma de apropiarse de esta cultura
era hacerse con el mayor número de sus libros.
Así que encargó al polígrafo, políglota y bibliotecario de Amberes,
Robert Cailliau,
que buscara, seleccionara y comprara
el mayor número posible de libros
para levantar una excelsa biblioteca en su palacio.
Cailliau se empeñó en la tarea durante dos años.
Al cabo de los cuales llenó
con centenares de cajas de libros
las bodegas de un gran barco de carga
atracado en el puerto de Amberes.
Y partió en él para rematar su trabajo
con la entrega personal de la colección,
tan cuidadosamente compuesta,
al príncipe Nabusán.
Una larga y azarosa travesía.
Quizá iba demasiado cargado de libros.
Porque el barco no soportó una fuerte tormenta en el Índico.
Y se fue al fondo
con todos los libros
y la tripulación...
a excepción de Robert Cailliau,
que aferrado a unas tablas
terminó arrojado a la arena blanquísima de una playa,
por el sino de las olas y las corrientes,
tras un abrasador día y una interminable noche.
Era la playa de una isla desierta.
Pasó el tiempo.
Sin meses ni años.
Sólo días idénticos.
El bibliotecario se desesperaba:
nada que leer.
El escritor soñaba con una hoja en blanco.
Su situación podría recordar a la tan desgraciada que soportaba,
en esa misma época,
Henri Masers de Latude.
Fue un personaje famoso de las cárceles de la monarquía francesa.
Estuvo encerrado en la Bastilla y Vincennes durante 35 años,
desde 1749 a 1784.
No dejó de escribir misivas a Madame de Pompadour,
al Rey
y a miembros de la Corte.
Tal era su insistencia
que se le retiró el papel y la tinta.
Pero se las ingenió
para formar una tableta
con migas de pan apelmazadas
e inscribir sobre ella.
Pero fue más allá,
y hoy se conserva en la Biblioteca Nacional de París
trozos de su camisa
sobre los que escribió con su sangre.
¿Dónde y cómo poder trazar unas palabras en esta isla arenosa?
Se preguntaba el solitario Cailliau.
Tenía dos soportes:
el mar y la arena.
Hacerlo sobre el agua sería sólo un gesto.
Así que escribiría sobre la arena
y sus palabras quedarían retenidas
hasta que el viento o la marea las borrasen.
Fue entonces
cuando al alisar la arena ondulada
para disponer de una superficie tersa donde escribir
observó que brotaban palabras.
Volvió a repetir la operación
y en distintos lugares de la playa:
el deslizamiento de su mano sobre la arena
desvelaba palabras escritas en ella,
que hasta entonces estaban cubiertas por la capa que rizaba el viento.
¿Cómo era eso posible?
Su sorpresa fue mayor
al darse cuenta de que recordaba unas palabras aparecidas en la arena:
En peu d’heures il parvint à distinguer les paroles,
et enfin à entendre le français.
Le nain en fit autant,
quoique avec plus de difficulté.
L’étonnement des voyageurs
redoublait à chaque instant.
Ils entendaient des mites parler d’assez bon sens:
ce jeu de la nature leur paraissait inexplicable.
Eran de la historia filosófica
Micromégas
de Voltaire.
Había leído la segunda edición realizada en Londres,
la de 1752.
Y ésta y otras obras de Voltaire
las transportaba el barco hundido.
Cambiaba de lugar en el inmenso arenal,
alisaba la arena
y brotaba otro libro.
Libros con contenidos de todo tipo:
libros de asiento
y libros de caja,
libros de memoria,
copiadores,
talonarios,
antifonales,
libros verdes,
libros de bitácora,
libros de las 40 hojas,
es decir, naipes,
libros en todas las lenguas
y libros que ya había leído.
Enseguida descubrió
que bastaba deslizar muy suavemente la mano
por las palabras reveladas en la arena
para que aparecieran las que seguían en el texto.
¡El náufrago,
el bibliotecario,
estaba sobre un libro mundo,
un libro infinito,
un libro de arena!
Aprendió también a preparar su espacio de escritura sobre la arena
y que lo escrito se conservara de igual modo
que los incontables textos que la playa guardaba.
Tuvo que contenerse
porque su cuerpo y mente comenzaron a flaquear,
ya que por el día leía y escribía en la blanquísima arena reluciente
y por la noche era tentador continuar
pues la fosforescencia de las diminutas algas
mezcladas con los granos de arena
daba un encanto de intimidad
a la actividad de leer y de escribir.
Un día,
en una de sus incursiones por el interior de la isla,
comprobó que no había sido el único mortal
que había llegado a este remoto lugar.
Un esqueleto yacía entre la austera vegetación de la isla.
Una Biblia se mantenía sobre el pecho.
No quedaba rastro del papel de sus hojas,
sólo la piel de las cubiertas.
Seguía pasando el tiempo
rectilíneo como un rayo de luz.
Los días eran instantes
como puntos de una línea recta.
Nada se repetía,
porque nada cambiaba.
Nada se recordaba,
porque nada pasaba.
Pero la vida del pobre Cailliau
se hizo soportable
con la lectura y la escritura interminables.
Finalmente,
una mañana con la luz cenital del mediodía
sus ojos no le engañaron
y tuvo la certeza de que ese punto blanco
que se resistía a fundirse en azul
no era la espuma de las olas.
Un barco se acercaba a la isla.
Volvió a su añorada ciudad de Amberes.
Contó su historia del libro de arena infinito.
Pero quienes la oían
pensaban que la edad avanzada,
la soledad o la insolación durante tantos años,
o las tres causas a la vez,
le hacían desvariar.
Por eso cuando falleció a los 76 años
la historia del libro de arena se apagó
con el primer soplo de olvido.


Vacía es la palabra clave. 


 Y tenemos que estar reinterpretándola a lo largo del curso. Y quizá las reiteradas interrogaciones que hagamos nos muevan por el laberinto y nos ayuden finalmente a salir. A salir de la incertidumbre, de la confusión que produce este tránsito que estamos viviendo de la cultura escrita a la cultura digital. 


El primer paso que tenemos que dar es el de ser conscientes de cómo la expresión de que «los árboles no nos dejan ver el bosque» se manifiesta, para confundirnos, en el mundo tecnológico de hoy. Los árboles son la exuberante proliferación de artefactos que no dejan de aparecer y de crecer y que no nos dejan ver realmente el fenómeno que estamos viviendo. Pero el pensamiento, a diferencia del hacha, corta los árboles, es decir, nos abstrae de los objetos, de los casos concretos, y no por eso acaba con el bosque, al contrario: nos lo hace ver. Nos hace ver el fenómeno de una tecnología digital que está transformando –ya lo ha transformado, pero estamos aun al principio, aunque los efectos son perturbadores- que está transformado el mundo. Las personas de más edad lo estamos viviendo con la intensidad de sentir y saber que hemos nacido en una sociedad, nos han educado a vivir en un mundo, hemos respirado una cultura,  y ahora estamos en otro para el que lo aprendido y asumido cada vez está más desajustado. Así que cortemos en estos primeros pasos por el laberinto los árboles y comprobaremos que no queda vacío, sino que vemos al fin el bosque. No nos quedemos enredados en los objetos, por sofisticados que sean, hagamos un ejercicio de abstracción y emergerán los conceptos fundamentales del fenómeno. Nada está dificultando más la comprensión de este tránsito, nada nos confunde más para este empeño de salir del laberinto, que enfrentar, por ejemplo, libro a computador, libro códice a libro electrónico, biblioteca a Red… Como si el problema estuviera en una simple ocupación del lugar de uno por el otro. Un problema territorial. Un cambio de prácticas y hábitos. A ese nivel concreto de confrontación no es posible entender lo que pasa y actuar en consecuencia. Sucede que como los objetos hay que manipularlos, creemos que lo que nos reclama este mundo tecnológico para movernos por él es saberlos manipular. Pues no, el verdadero desafío para instalarnos en este mundo no está del codo para abajo, sino del codo para arriba, porque no es cuestión de destreza de dedos sino de reorganizar las neuronas, comprender lo que tenemos delante. 

¿Conoces el relato de Borges titulado El Aleph? No dejes de leerlo o de repasarlo, pues nos va a ayudar mucho. Jorge Luis Borges nos habla del prodigio que ha vivido en la casa de su amigo Carlos Argentino. En el sótano, solo y a oscuras, echado en una determinada posición, mirando hacia el decimonono escalón de la escalera por la que ha bajado al sótano, descubre una pequeña esfera tornasolada (…) Bueno, pues 
cuando cortamos los árboles al bosque, cuando nos abstraemos de todo el utillaje circundante, que nos impide ver el bosque, el fenómeno del mundo digital queda reducido, pero refulgente, en una pequeña esfera tornasolada. Esto es la Red. Este es el perturbador fenómeno que estamos viviendo. Sí, hablamos de que estamos ya en una sociedad red, hablamos de Internet, como algo envolvente, planetario en su extensión, como una malla en que cada nudo es un computador, grande, pequeño, e incluso se está haciendo tan tupida, y no solo extensa, que también empiezan a formar parte de esa malla un sin número de objetos distintos (coches, frigoríficos, zapatillas…). Es lo que se llama Internet de las cosas. Y, evidentemente, también nosotros estamos apresados por esa red. Así que la visión que tenemos es de algo explosivo, que se hace cada vez más extenso, hasta envolver al planeta, y más denso, es decir, con más seres y cosas formando parte. Pues no, resulta mucho más clarificador ver la Red como un fenómeno implosivo, como una asombrosa contracción. Como un Aleph, por tanto. 

Fíjate qué importante son las metáforas. Construyen un mundo paralelo que nos hace ver, nos narra, ese otro inalcanzable, al que no podemos llegar por imposibilidad física o de comprensión o por dificultad del lenguaje que lo describe (como puede ser el mundo de la ciencia).  Y, no obstante, un narrador construye con metáforas un mundo lo más próximo al otro, aunque sin tocarlo, que nos permite asomarnos a él. ¡Fundamental la función de los narradores, de los nuevos narradores para este mundo que no comprendemos, y que nos lo hacen ver! ¡Ya lo veo, decimos, cuando alcanzamos a comprender algo! 

Pues bien, volviendo al Aleph, el fenómeno es que asistimos a una implosión que nos llevará a lo que los físicos denominan singularidad, una singularidad es un límite a partir del cual las leyes conocidas de la naturaleza no rigen. Y la Red es eso, una singularidad, un espacio sin lugares, sin distancias y, por consiguiente, sin demoras. ¿No es eso también el Aleph de Borges? ¿Dónde está residiendo lo que ahora estamos viendo, leyendo, escuchando… tocando? No lo sabemos. ¿Es que está en algún lugar? ¿Lejos? ¿Cerca? ¿Tiene sentido? ¿Es perceptible? Si todo esta de inmediato a nuestro alcance. Y lo que vemos, ¿ha sucedido?, ¿está sucediendo? No importa. Todo nos llega con igual inmediatez.  Así que estamos ante un espacio sin lugares, sin distancias, sin demoras. ¿Qué consecuencias trae esto? Pero antes, ¿por qué nos ha costado, nos cuesta, interpretar así la Red, como un punto y nos inclinamos a verla como una gigantesca envoltura? Quizá la misma denominación de red empuja a ello, un entrelazamiento irrefrenable de computadoras que se conectan y se entienden entre ellas. También nos influye la revolución de los transportes y la de las comunicaciones, que se han producido en la contemporaneidad, pues con ambas va asociada la idea de extensión por el espacio, de red de caminos, de transportes, de señales… ¡extensión! ¿Pero el Aleph digital es igual que el Aleph borgiano? ¡No, es más! Borges tuvo que ir 
para contemplar la manifestación de ese prodigio a un lugar, la casa de su amigo, y más concretamente a su sótano. Solo ahí le era dada la contemplación del fenómeno. Pero el Aleph digital es ubicuo. El fenómeno se presenta en cualquier lugar. Y esto se debe a otro fenómeno concurrente, igualmente asombroso, que es el de la contracción. Fíjate, en setenta años se ha pasado de una máquina que ocupaba una habitación, como el Colossus o el ENIAC, disipando calor, pues no había aún transistores y utilizaban válvulas, diodos, como las de las radios antiguas, máquinas atendidas por varias personas a una pequeña pastilla, que llamamos smartphone, con una potencia y versatilidad extraordinariamente superior a aquellas máquinas primigenias y adherida a cada uno de nosotros las 24 horas del día. Es decir, una prótesis. La potencia de esa prótesis es tan brutal que nos conecta con el Aleph y todo lo que eso supone de aporte a nuestras capacidades. ¿Te das cuenta? Un proceso casi diría cósmico de implosión que crea un espacio sin lugares, una singularidad donde desaparecen los límites físicos que nos impone nuestro cuerpo, siempre ocupando un lugar, y alejado de otros lugares a los que para alcanzarlos hay que invertir tiempo. Y una contracción, igual de fenomenal, que nos hace seres protéticos, porque se crea por esta contracción una prótesis que se va a adherir a nosotros y que hace como de interfaz que nos conecta a ese espacio singular. Y la contracción, la miniaturización, no ha concluido, por lo que hay que prever que esa prótesis pase de estar adherida a estar incorporada. Y, creo que es muy importante hacer esta observación, es una prótesis no para nuestras piernas, nuestras manos… sino para nuestro cerebro. Es una prótesis cerebral que afecta a nuestras funciones cerebrales. Las consecuencias que va a traer al ser humano dan vértigo. Mientras nos damos cuenta del momento en que estamos y de cómo nos está influyendo esta evolución acelerada por el motor de la tecnología nos despistamos hablando y discutiendo sobre trivialidades de las redes sociales, temores muy simples, resistencias de algunos de nuestros hábitos adquiridos (pero que en su defensa creemos que son de siempre, naturales) y que se ven amenazados por los primeros cambios que se manifiestan… Mientras tanto se anuncian afectaciones trascendentales en nuestro cerebro y, consecuentemente, en la cultura. Ya hemos cortado los árboles y podemos ver así el bosque, y el bosque es un punto, un Aleph donde las cosas suceden de manera distinta a como pasan en este espacio, que llamamos real. Y toda la tecnología hay que contraerla en una prótesis adherida a cada uno de nosotros, que posibilita una conexión continua al Aleph y que afecta a nuestro cerebro. 

Observa lo siguiente: el Aleph  tiene unas propiedades distintas a las de nuestro espacio físico donde estamos instalados, pues nos hay distancias, no hay demoras… Está tan próximo a nosotros por la prótesis que se nos ha adherido y que terminará hasta incorporada en nosotros a medida que siga miniaturizándose; la prótesis es una interfaz que conecta los dos mundos el del Aleph y el físico. La conexión es continua, es decir, que podemos estar 

constantemente pasando de uno a otro. Pues bien, reúne las condiciones para que el Aleph se considere un espacio virtual. Virtual como otros que llevamos incorporados o adheridos, son el caso del sueño, de la memoria, de la previsión, del más allá. Todos mundos virtuales que llevamos con nosotros. Así dormimos y soñamos en un mundo virtual que se rige por otras leyes que las físicas, de manera que podemos soñar que saltamos por una ventana y caemos en la calle sin hacernos daño; distintas leyes lógicas, como el desarrollo incongruente de sucesos soñados, la mezcla de rasgos de una y otra persona en una sola de ellas; e incluso en el sueño no se siguen las normas morales y pueden hacerse cosas que no se harían en la vigilia. Dormimos y despertamos y así sucesivamente vamos entrando en uno y otro de los mundos, el real y el virtual. Sucede lo mismo con la memoria, que es otro mundo virtual en donde desde un recuerdo sucedido en un lugar y momento se puede pasar a otro en otro lugar y tiempo de inmediato, algo no posible en el mundo físico. Y también está tan incorporado a nosotros en que cualquier momento y lugar estamos recordando, y pasando del recuerdo a la actividad concreta y viceversa. Una resonancia continua. Y el más allá es otro mundo virtual que todas las culturas construyen, en el que hay leyes que no corresponden con las físicas. Un más allá que sin embargo está muy próximo a nosotros (aunque sea invisible e intangible) y que solo se manifieste en apariciones excepcionales y milagrosas y que haya lugares (templos) y personas (sacerdotes) que hagan de puntos de contacto, como la prótesis de la que hablamos que nos conecta con el Aleph. Por tanto, podemos hablar con todo fundamento que el Aleph es un mundo virtual, emergencia de una conexión sin fin de artefactos que se intercambian a velocidad de la luz (electricidad) información codificada en ceros y unos. De igual modo que las conexiones de neuronas con impulsos eléctricos y procesos físico-químicos producen la emergencia de otras virtualidades. Fascinante. Estamos ante otro fenómeno de emergencia, en donde el resultado es más que la suma de los componentes. Lo que estamos viviendo es algo más, mucho más, que unos ordenadores conectados, por muchos que sean. Ya vemos el bosque: nos olvidamos de los artefactos, por mucho que sus raíces y ramas los conecten, y entonces aparece en la llanura desbrozada un mundo virtual contraído en un punto, como la esfera tornasolada de Borges, con propiedades distintas a las que tenemos en el espacio físico, una esfera mínima, pero poderosa, que marcha con nosotros, allá adonde vayamos, allá donde estemos, gracias a la intermediación de un mínimo aparato, apegado a nosotros y ergonómico como una prótesis. Y entre los dos mundos hay una resonancia continua, cada vez más intensa, hasta hacernos difícil saber en cuál de ellos estamos en un momento determinado. 

Hablamos de civilización cuando se alcanza una “antinatural” (deja a la espera la valoración de esta palabra) concentración de los seres humanos. Durante un par de millones de años, al menos, los humanos nos reuníamos en grupos, bandas de 40, 50 personas, no más, para la supervivencia. El grupo era un segundo seno materno, después del parto, para albergar a seres que, precisamente por su gran cerebro, y, por tanto, tamaño de la cabeza, nacían muy inmaduros y dependientes. La instalación del grupo en el entorno imponía tamaños reducidos de esos grupos, pues los recursos que necesitaba, como una entidad viva que es el grupo, provenían de la caza y de la recolección silvestre, por tanto no podían crecer mucho en número pues el territorio no podía proporcionar lo necesario. De ahí que una revolución cultural consistente en manipular (de ahí lo de “antinatural” de antes) las especies vegetales y animales (cultivo y domesticación) permite una producción de recursos muy superior y que se podían acumular sus excedentes, así que el límite del número de personas agrupadas se dispara


Pues bien, hoy, en estos momentos que estamos viviendo, se produce otra revolución de consecuencias imprevisibles. La concentración de la ciudad tiene unos limites, a partir de los cuales aparecen y crecen las disfunciones. Ya los sentimos y conocemos. Y es en este punto cuando otra “manipulación”, como la del Neolítico, es decir, otras acciones artificiales, no naturales, ya que el ser humano no deja de actuar como homo faber, ha creado e iniciado otro proceso asombroso de concentración, de aproximación hasta esto que te vengo hablando del Aleph: a un espacio donde ya no hay lugares, no hay distancias. Si estamos así de próximos unos y otros humanos y también igual de próximos con los objetos, ¿qué consecuencias puede traer, si ya hemos visto las que trajo la civilización? Y es que somos seres protéticos, en conexión continua con el Aleph, tenemos ya esa aproximación imposible en el medio físico. ¿Qué efectos tendrá, tiene? ¿Cómo aprovecharemos estas condiciones que parecen sobrehumanas, hasta el que punto de que asociábamos estas potencias a las divinidades?


¿Que qué efecto produce en nosotros esta prótesis del Aleph (Aleph como “una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”, cuyo diámetro sería “de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba allí, sin disminución de tamaño”. Según Borges, el Aleph es el punto mítico del universo donde todos los actos, todos los tiempos (presente, pasado y futuro), ocupan “el mismo punto, sin superposición y sin transparencia”. De lo cual se desprende que el Aleph representa, tal como en Matemáticas, el infinito y, por extensión, el universo).

Pues una experiencia nueva de presencia. Vamos a ver. El mundo que está a tu alcance te hace sentir la presencia. Y el que esté a tu alcance significa que puedes intervenir sobre ello. Lo puedes manipular, lo puedes mirar… modos de intervenir sobre el mundo. Fíjate que al intervenir se abre una reacción incierta, ¿qué sucederá tras tu intervención? Una pelota está a tu alcance, intervienes y la botas, ¿cómo volverá a tu mano?, ¿la conseguirás apresar o se te escapará? Es decir, ¿cuál es el efecto de tu bote? Incertidumbre.

Por tanto, mirar es una manera de intervenir en el mundo y retener el tiempo. Esta experiencia de intervención sobre aquello que está a tu alcance es lo que hace sentir que estás presente. Y a ese entorno, a ese escenario de la presencia, le llamamos lugar.



La navegación





Incomoda a mucha gente el afán que recientemente tienen tantas personas de estar fotografiando sin cesar con su móvil, con su celular, escenas, sucesos. Mucho se ha ridiculizado esta interferencia constante del aparato mientras estás antes un paisaje o asistes a cualquier acto, por trivial o importante que sea.


Pero es una acción comprensible, porque la producción de imágenes ha sido hasta ahora un privilegio de los poderosos.

Los óleos, las vidrieras, las estatuas, las láminas… eran producciones muy costosas que solo los poderosos se las podían permitir. En la contemporaneidad, la fotografía, las revistas ilustradas, el cine, la televisión consiguen que se consuma una gran cantidad de imágenes, como jamás las personas habían podido recibir, vivíamos en un valle con un horizonte muy reducido para nuestros ojos, y que con estos desarrollos técnicos se nos llenan de lo que hay más allá de las montañas de la cotidianidad. Pero siguen siendo unos pocos quienes pueden disponer de los medios (editoriales, productoras, cadenas…) para producir esas imágenes y distribuirlas. Es en el siglo XXI cuando se produce la revolución. 

Cada vez más seres humanos están dotados, por protéticos, de la capacidad de producir imágenes y compartirlas, es decir, de crear sus propias miradas.

¿Te das cuenta de que el resultado hasta ahora de esa dependencia de la producción de imágenes por parte de una minoría ha hecho que se nos haya reducido a ver lo que otros miran? Da igual que sea un óleo o una vidriera que una cámara de televisión recogiendo un suceso: quien la produce está transmitiendo su mirada, es decir, ha excluido, ha incluido, se han creado unas relaciones y de esa manera se revela el mundo y se transmite a tus ojos, limitados a ver lo que otros miran. Es, por tanto, extraordinariamente importante que ahora podamos, por primera vez, mirar y no solo ver lo que otros miran. ¿Conoces las cámaras llamadas 360? Se está hablando ya mucho de ellas… y utilizando. Observa lo que supone: ya no miramos a través de un visor sino que colocamos la cámara en un lugar y se recoge sin fragmentar la visión de todo el entorno, de los 360°. Eres tú quien mira entonces la imagen, la que la fragmentas con tu mirada, quien detiene la atención sobre una u otra parte, nada queda de principio excluido, es tu mirada la que revela relaciones. Es una acción amplificada de lo que ya la pantalla del smartphone nos permite hacer… y que tan tentador es, y de ahí que lo practiquemos tanto, y es, con nuestros dedos índice y pulgar, ampliar o reducir una imagen. Es solo un inicio limitado de esa capacidad que tendremos de mirar y no solo de ver. 

Y otro desarrollo acelerado que estamos viviendo es el de la capilaridad de la imagen del mundo

Podríamos expresar la visión que la tecnología nos ofrece del mundo, de aquello que está más allá de nuestro lugar, de nuestro valle, como una pantalla de nuestro computador; cada pixel es un punto de emisión (una televisión, un móvil personal, una cámara de tráfico…), así que la resolución de esa pantalla crece sin cesar, cada vez tiene más píxeles y la imagen es más nítida. El Aleph es, será cada vez de forma más evidente, un panóptico, como el de Borges. Veremos y miraremos el mundo a través de millones y millones de cámaras. Nuestra elección personal, seleccionando unas u otras, seleccionando, por tanto, unos u otros pixeles, compondrá nuestra mirada. Imagínate este escenario: todos seremos emisores de imágenes de nuestro entorno; esa emisión constituye un inmenso mosaico, en el que cada tesela (o pixel, si prefieres la pantalla) es un emisor; este panóptico puede ser mirado, es decir, seleccionar tú las teselas y excluir las otras. Por ejemplo, quieres ver la entrada de los asistentes al teatro de la ópera de tal ciudad, en donde se va a representar la obra, y verás las imágenes que están emitiendo los móviles de la gente que está agolpada a la entrada o la de una televisión o la de una cámara de tráfico. Bueno, y luego de acercarte a la entrada de la ópera, te apetece ver el atardecer en alguna playa lejana y exótica, y la misma capilaridad, o echar un vistazo a Oxford Street a ver cómo está de concurrida., o asistir a la clase de este profesor… Como compruebas, ya está todo esto insinuado en el uso y potencia de YouTube, en las emisiones en directo de las redes sociales, en el acceso a las cámaras de tráfico, a lo que hay que sumar la “televisión lenta”, una emisión televisiva sin edición, del recorrido, por ejemplo, de un tren con una sola cámara en su frente, o la labor de un artesano… Se está componiendo el panóptico. La panopsis del Aleph.


 Cuando la comunicación parece de alcance planetario, volvemos a los corrillos


La evolución nos dotó a todos de una capacidad fabulosa de comunicación con el lenguaje, pero la distancia nos enmudecía rápidamente, de manera que necesitábamos la proximidad para que esta maravilla de conexión con ondas de aire no se extinguiera. Así ha sido prácticamente toda nuestra existencia. Hasta que el ingenio humano consiguió que la palabra hablada dejara huella en un soporte y de esta manera, además de no extinguirse, se podía transportar y llegar lejos, mucho más lejos que el grito más intenso. ¡Qué invento! Los soportes han cambiado, las huellas también, de acuerdo a otras invenciones, pero el logro solo se ha intensificado a medida que se complementaba con otros desarrollos técnicos. Pero a partir de la primera invención surgió un problema, un desequilibrio: solo pocos, muy pocos podían extender su palabra más allá de los límites físicos de las ondas de aire. Unos privilegiados. Y ese privilegio se ha mantenido hasta ahora. Solo unos pocos han podido escribir, difundir su palabra. Y, más recientemente, también solo unos pocos podían que su palabra de ondas de aire superara la distancia mediante ondas radioeléctricas. Pero unos y otros, privilegiados. Desigualdad. Pues bien, ¿qué sucede si ahora somos protéticos en conexión continua con el Aleph? Y el Aleph un espacio sin distancias… ¿Por qué no vamos a hablar todos? ¿Por qué unos van a subirse a la tarima, al púlpito, al escenario… por qué unos van a poder grabar su palabra, empaquetarla en libros para transportarla a distancia, si no hay distancias? ¿A qué lugar tiene que viajar la palabra si no hay lugares? A quienes disfrutaban del privilegio no les agrada la situación que trae el Aleph, y argumentan: «si todos hablan, esto va a ser un guirigay». «Además, no hablan como nosotros ni dicen cosas interesantes como nosotros. ¡Trivialidades!». Vamos a ver. Esta posición de desprecio, o al menos de recelo, se basa en creer que el escenario se mantiene: un balcón abierto a la gran plaza, en el que solo unos cuantos, naturalmente, se pueden asomar y hablar a la concurrencia. La pretensión de abrir de par en par las puertas y que suban todos los que quieran lleva a una situación imposible. Pero no es así. No es esta la geometría, la disposición piramidal, sino que la masa concentrada en la plaza, que mira hacia el balcón, cambia su postura y atención y comienza a reunirse en pequeños corrillos, muchos, y a hablar en ellos. Así que ni una masa ni un guirigay, sino un crecimiento sorprendente de la diferencia que podía albergar la plaza. En cada grupo se habla de una cosa distinta. Se puede pasar de uno a otro grupo (y traspasar algo de lo que se hablaba en el anterior). ¿Qué podrá entonces emerger de esta ebullición? Quienes se atrincheran en el balcón dicen que lo que llega de la plaza es ruido… pero no es así, es rumor. Un potencial basado en la diversidad, que es decir en las posibilidades. Y la evolución natural nos ha mostrado que siempre que aparece la diversidad le sigue una aceleración evolutiva, pues se están ensayando a la vez muchos caminos posibles. Por tanto, el Aleph ofrece condiciones para que esa concentración sin embargo sea un germen de diversidad, no de uniformidad. Cuando imaginamos el mundo digital como una malla, entonces es más fácil pensar que su extensión planetaria es lo apropiado para lo grande, para lo inmenso, y de hecho lo tenemos tan asumido que solo nos referimos a esas manifestaciones mastodónticas de negocios. Pues bien , debajo de esa percepción están apareciendo infinitas burbujas, sí, frágiles y efímeras e insignificantes cada una de ellas, pero que en conjunto están anunciando que hay algo en ebullición. ¿Cómo romperá la capa de lo grande y saldrá a la superficie? Este es el fenómeno general del Aleph: un espacio generador de diversidad (importantísimo para la evolución), de ensayos sin fin, de lo pequeño… ¡Qué gran invento! ¡Qué grandes inventos han hecho posible que la palabra dejara huella en un soporte y se pudiera transportar para salvar así el muro de la distancia, para que no se desvaneciera rápidamente a pocos metros de surcar el aire! ¿Pero qué te parece el invento reciente de conseguir un espacio que no tiene distancias? ¡Entonces la palabra no se pierde, no hay que transportarla! Solo hay que reunirse en corrillos. ¿Como sucedía cuando solo teníamos la palabra hablada? Aproximarnos unos a otros para que las ondas sonoras nos llegaran. Pues no, porque en el Aleph no hay que aproximarse ya que no tiene lugares, no hay distancias que nos separen. Los corrillos se forman no por proximidad, sino por afinidad. Así que participaré de uno o de muchos círculos (no importa el número) con personas que pueden estar alejadas de mi en el espacio físico, pero sin distancia en el virtual, en el Aleph. El potencial de combinaciones y recombinaciones, de entrecruzamientos es impresionante. Ninguna ciudad populosa, de zocos abigarrados, mentideros concurridos y calles muy transitadas ha ofrecido condiciones semejantes para entrelazar con la palabra a los seres humanos.

¿Si ya no hay que transportar la palabra, para superar la distancia, entonces…? 


Así que en la comunicación hay una logística, como en la del transporte: hay que transportar por algún medio la palabra de un lugar a otro y entonces se plantea cuál será el volumen adecuado para que el transporte sea lo más eficiente. Si una madre, hace un tiempo no muy lejano, quería comunicar con su hijo en ultramar, empaquetaba sus palabras en un sobre. Tardaba semanas en llegar a su destinatario y otras semanas en recibir respuesta, así que aprovechaba al máximo la hoja, hasta la última línea de su reverso, para que compensara el esfuerzo del envío. Pero si ahora está en conexión continua con el Aleph, no va a empaquetar en un globo o bocadillo de WhatsApp , o similar, un volumen de texto semejante al de la carta. Y posiblemente se encadene una conversación, con una sucesión de globos de una y otro. Y también, posiblemente, no terminará con una despedida, como el cierre de la carta, pues la sensación es de conexión continua. Si tenemos esta proximidad, si experimentamos esta sensación de presencia, ¿cómo nos comunicaremos? La carta, el periódico, el libro… respondieron perfectamente a las exigencias de logística del transporte de la palabra. Pero si ahora no hay que salvar distancias, ¿la comunicación no se adaptará mejor a las reglas de la oralidad?

Tenemos, por el momento, tres rasgos que hay que tener en cuenta e interpretar cada unos ellos. El de la dosificación, basado en la logística del transporte. ¿Qué supondrá esto en la comunicación? Vamos a dejarlo así, por el momento. El otro rasgo, que no debemos, como a ninguno de ellos, perderle la pista es el de la interacción, pues a medida que hay más proximidad y menos demora (o ninguna) en el transporte es más fácil esa interacción. En la situación que vimos del viaje interplanetario, la demora hacía muy difícil, por no decir imposible, que la base Tierra interviniera en lo que estaba diciendo el astronauta, así que había que esperar a que compusiera todo su mensaje. Pero es posible intervenir sobre el discurso si se recibe de inmediato, mientras se está produciendo. Si hay esa posibilidad, ¿cómo construir ese discurso para favorecer la intervención? El tercer rasgo es el de la comunicación en ámbitos pequeños. Podría pensarse que si el Aleph es tan fenomenal contracción del espacio, entonces un mensaje alcanzaría todo de inmediato. Pero esa ausencia de distancias es la que posibilita, como recordarás que te señalé, que el pequeño corrillo esté formado por personas que en el mundo físico, real, estarían alejadas unas de otras y, por tanto, incapaces de formar corrillo. 

Otro medio para la palabra: el éter digital 

Podemos imaginar el Aleph como un ovillo apretado hasta lo imposible de ristras de ceros y unos. O quizá, mejor, pues es una visión más dinámica, de esos ceros y unos inmateriales formando infinitas combinaciones y recombinaciones sin cesar. Todo lo que hay en el Aleph está hecho de este ADN: te repito, objetos, sucesos, palabras… todo. La palabra que lees o escuchas es una ristra de ceros y unos. De la plasticidad y manipulación de la arcilla húmeda. Por consiguiente, puedes intervenir para alterarla… quitar, poner… La palabra hablada cuando deja huella (escritura, grabación) difícilmente se puede alterar, pero no así la hablada. Ahora mismo puedo cambiar lo que acabo de decir, sin resistencia alguna, algo que no podría fácilmente hacer si lo que ahora llega a tus oídos estuviera escrito en papel, por ejemplo. El aire, soporte de la palabra hablada, no ofrece resistencia —más que con el eco— a corregir, cambiar lo dicho. Lo mismo que ese aire, ese éter, de ceros y unos. ¡Me gusta! Así que el aire sostiene las palabras habladas y el éter de ceros y unos las palabras digitales. Ambas, por sus medios, por sus soportes, tienen esa plasticidad que no tienen las grabadas, las impresas, las registradas… En el aire producimos ondas y en el éter (digital) ristras de ceros y unos. Las primeras las produce nuestro aparato fonador y llegan al auditivo y las segundas las produce un artefacto, un ingenio que hemos creado, y que sigue evolucionando —y que ya es una prótesis para nosotros—, y llega a un receptor igual que el emisor. ¿Cómo de efímera es la palabra en el éter digital? Ya sabemos cómo lo es la palabra en el aire, ¿pero en el éter? En el aire las palabras se desvanecen; en el éter, se sedimentan. De igual modo que para que la fugacidad de la palabra oral no sea tan intensa, la repetimos.

  Pues bien, las palabras en el éter necesitan, para que no se sedimenten, esta forma de dinámica, que se repitan, se recombinen, se reproduzcan, por quienes las pronuncian y por quienes las reciben. Necesitan esa reverberación. Podríamos imaginarnos ese éter digital, como un movimiento browniano de ceros y unos en vez de los finos granos de polen que Brown utilizó para demostrar que en el vaso de agua más tranquilo las moléculas se agitan en un movimiento incesante y caótico

Hemos cortado los árboles (el utillaje) para ver el bosque, y ese bosque se nos presenta como una pequeña esfera tornasolada donde se da la singularidad de un espacio sin lugares. Y en ese espacio, hay un éter de ceros y unos que sostiene la palabra (y otros fenómenos físicos) no como en el aire ni en el papel. Lo que le da otras propiedades y capacidades distintas.


La tormenta





El libro será un avatar

¡Cuánto se ha hablado, y se habla, del destino del libro códice, en papel, en un mundo digital! Es la trinchera de la cultura escrita ante una palabra que se transmite y se sostiene en el éter digital. Se esgrimen todos los argumentos disponibles para mantenerse firme en la convicciones de su inmutabilidad. Desde grandes escritores hasta lectores fieles acarrean los sacos terreros de los argumentos. (Te adelanto, no interpretes por lo que te estoy diciendo una postura por mi parte negativa de esta resistencia, es solo crearte con ella un escenario de cierta tensión dramática: el final de una cultura y su resistencia heroica asediada por la barbarie tecnológica. Porque es que me parece que la tensión se exagera con esos tintes, así que por eso te lo presento así). Cierto que mirando alrededor no se ven más que desplomes por reblandecimiento de aquello que hasta ahora servía de soporte. La prensa escrita no se sostiene. (La carta, la postal prácticamente han desaparecido). Soportes no de papel, como cintas y discos, ya no se soportan. Incluso la comunicación por ondas, de la radio y la televisión, se han pasado parcial o totalmente, si quieren sobrevivir, al soporte de la Red, empaquetan sus efímeras emisiones en podcast, piezas de vídeos disponibles en su página web…



El libro en el espejo

 Es un libro con páginas, pero sin hojas. Así que no se lee hojeando, sino rozando la superficie del espejo. Disfruta de todas las propiedades que proporciona el Aleph. Así que ese estado virtual del libro resulta en muchos sentidos tentador, aunque, naturalmente, pierde sensaciones y ergonomía propias del volumen en papel. Que el espacio de lectura sea la pantalla y no la página (aunque la simule) ofrece también posibilidades de lectura como tamaño variable de la letra, diccionario, anotaciones… que también se aprecian en el otro platillo de la balanza. Pero el libro en el espejo guarda un reactivo muy importante: ¿en las condiciones del Aleph es apropiado seguir haciendo libros como si fueran de papel? ¿Los textos se concebirán y compondrán para ser confinados en un libro de papel o para una práctica de lectura distinta, que es la que impone la pantalla, el artefacto de lectura? Y es más, ¿con una escritura como la destinada al papel se aprovechan todas las posibilidades expresivas que proporciona la escritura digital?

 Quizá sería oportuno que volviéramos a recordar que en estos momentos la palabra tiene tres medios para instalarse. El del aire, el del papel y el del éter. Ondas, trazos y ristras. Y como hemos visto, los tres no son independientes sino que se interrelacionan. Las ondas de aire (pronunciadas por el emisor) pasan a ristras en el éter, adquieren otras capacidades, y terminan de nuevo en el aire (las escucha el receptor) o en forma de trazos bien de tinta o de píxeles (las lee el receptor en un papel o en la pantalla). (Sí, leerlas es también posible pues un reconocedor de voz —como tienes, por ejemplo, para dictar mensajes de WhatsApp— realizan esta tarea de conversión de la palabra hablada a la escrita).

El Aleph también nos trae el fin de Babel y una ayuda al mantenimiento de la diversidad lingüística. Esa persona, hablando en la lengua que comenzó a escuchar en el seno materno, al atravesar sus palabras el éter digital se convertirán a la lengua de quien tiene delante. Así que no te extrañe que veamos pronto esta escena, porque el reconocimiento de voz es, como puedes comprobar en los asistentes de voz, cada vez más precisos e igualmente los traductores automáticos. Lo que pasa es que ponemos continuamente límites a nuestro viaje y nos decimos: sí, en efecto, hasta aquí hemos llegado y el recorrido ha sido asombroso, pero más allá…, esto que se vislumbra es espejismo, inalcanzable. Es el síndrome de la estación terminal, el creer que ya hemos llegado a ella cuando en realidad es un apeadero. El Aleph sabrá todas las lenguas y será nuestro intérprete inseparable.


Una biblioteca vacía para que la palabra reverbere

El Aleph y su éter empujan, y resulta difícil resistirse, a pensar en un espacio y un medio propicios para que la comunicación dominante sea la conversacional. Porque el espacio no tiene distancias y en el medio, en el éter, las palabras se sostienen como las sonoras durante un tiempo, aunque luego se sedimentan y no se atenúan, hasta su desaparición, como les sucede a las ondas de aire. ¿No es esperable que si hay esta proximidad entre nosotros, esta sensación de presencia, y una permanencia efímera de la palabra, tendamos hacia fórmulas propias de la oralidad? Los diálogos, las entregas, las glosas… (glosar es la fórmula conversacional que tiene el libro). Si estas formas clásicas se reinterpretan en las nuevas condiciones de comunicación, ¿qué podremos obtener?

La palabra en el éter está sostenida y tiende, si no se agita, a sedimentarse. Por tanto, me pregunto, te pregunto, ¿no sería bueno que resonara para que se mantuviera más tiempo en esa agitación, que –recuerda- he llamado browniana, por el parecido que tiene al de las moléculas de un fluido? Una biblioteca, entonces, podría tener entre sus cometidos que, como en una gran estancia vacía, reverberaran en ella las palabras y, por consiguiente, se mantuvieran más tiempo suspendidas en el éter. O bien que removiera la palabra sedimentada para que, agitada, volviera a revolotear por el éter. Esto que te digo en clave metafórica se traduciría en una actividad basada en las posibilidades que ofrecen las redes sociales de “hacerse eco”, que en las redes es retuitear (y no solo en la red concreta de donde viene el nombre, Twitter), para que las palabras, por esa acción, sigan sostenidas en el éter. Esta técnica de resonancia habría que desarrollarla mucho más de lo que ahora ya se hace. 

 Pero si nos detenemos un momento vemos que hay un campo por ensayar muy prometedor más allá de las prácticas al uso. De igual modo la glosa se puede reinterpretar en la situación de un texto digital: se pueden hacer subrayados inteligentes y oportunos o anotaciones al margen aunque sea un texto sin hojas y, por tanto, sin espacios en blanco. Esos subrayados y anotaciones tomarían la forma de tuits o de post en las redes sociales enlazados a ese texto. Como te digo, habría que trabajar y ensayar mucho este uso para “dar vuelo” a lo que en el éter tiende a sedimentarse. Y las bibliotecas acrecentarían esta función de resonancia de la palabra digital. Veo así ya no libros ordenados en estanterías, sino una estancia vacía, para que sirva de caja de resonancia, en donde palabras de esos textos, notas en sus márgenes, reverberen o, también, como nube de polvo de ceros y unos, agitado para que no se deposite en los libros… digitales: otra forma, distinta a los de papel.

¿Qué hacemos con el móvil, con el celular?

Para prácticamente todas las acciones que realizamos con esta prótesis, el artefacto lo ponemos delante de nuestros ojos y lo manipulamos. Se interrumpe así la relación directa con el lugar en el que estamos y con las personas ante las que estamos. Se mantiene solo una visión periférica de lo que sucede fuera del pequeño marco de la pantalla y un sonido de fondo. Esta interferencia tan repetida produce problemas que van desde la incomodidad e incluso enfado de las personas del entorno, por sentirse extrañadas, tratadas, por tanto, con cierta desconsideración, hasta riesgos de accidentes por perdida de atención del entorno, pasando por cuestiones puramente de educación. Sí, en efecto, es un instrumento muy pequeño, pero tan atractor de atención casi constante, y que por atenderlo se interpone entre nosotros y el entorno, se apodera de nuestros ojos y de nuestras manos, partes fundamentales para instalarnos en nuestro entorno, para movernos por él, para intervenir en él. No es difícil suponer que, como prótesis adherida a nuestra vida, a nuestro cuerpo, es difícil que pueda miniaturizarse más sin producir problemas de ergonomía. Por eso la evolución que sospecho es que lo que hoy es un único artefacto tome tres caminos.

  una escafandra, como ya hay las que te proporcionan una inmersión visual y sonora, sin más

que el mundo virtual no nos envuelva, sino que se superponga, con mayor o menor grado de transparencia, sobre el entorno rea

Oralidad

la Realidad Virtual, la Realidad Aumentada y… la oralidad.

Apuesto por una reinterpretación de la oralidad en la cultura digital. Y, dentro de este amplísimo movimiento sonoro, es posible que la lectura en voz alta, escuchar los textos escritos, como digo, se reinterprete. ¿Los lectores en voz alta de textos de todas la épocas devolverán el sonido que la palabra escrita contuvo cuando se hizo trazos? ¿Dar voz a los textos será labor de las bibliotecas, como fue en un principio hacer copias? ¿La lectura sonora será un acontecimiento de las bibliotecas, aunque no tenga lugar? ¿La biblioteca será un espacio con cuidada sonoridad (valga la metáfora)? ¿Escucharemos lecturas de textos, en cualquier lugar (paseando, acostados, sentados y con la mirada perdida por el entorno…), y lo haremos con la ayuda de un bot, de un asistente de voz (podríamos adelantarnos a llamarlo lectobot)?

 ¿Se consultará, con la mediación de un lectobot, detalles de la información de un libro, es decir, preguntando y no hojeando?

El libro avatar. Los textos en un espacio sin lugares, en un Aleph. La biblioteca universal es un espacio sin lugares, es una singularidad, es el resultado de una fabulosa contracción, es un punto, no una arquitectura laberíntica inabarcable como la biblioteca imaginada por Borges. ¿Cuál de las dos cuesta más imaginar?

 La oralidad. Escuchar los libros. La reinterpretación de la conversación en el espacio digital. El libro de arena, es decir, el sueño libresco de un libro infinito se cumple en este libro mundo que es la Red. Y el libro mundo tiene estructura hipertextual, para que el libro de arena no sea tan solo un inmenso arenal. La escritura y la lectura son hipertextuales. Así que se están cumpliendo los sueños de la cultura escrita… Lo que pasa es que cuando los sueños se cumplen no los reconocemos.


La isla


Conversación con Roger Chartier. 






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